7. s.

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¿Yo? ¿Querer su dinero? ¿Pero éste de qué va? ¿Quién se cree que es? ¿A quién le va a importar lo que él haga o deje de hacer? ¿Tan engreído es?

Menudo imbecil.

Al cerrar la puerta detrás de mí, suspiro aliviada al pensar que este día llega a su fin. Un silencio me arropa al encaminarme hacia la cocina, donde una nota pegada a la nevera llama mi atención:

Volveré tarde. Espero que te haya ido bien.
No me esperes que mañana tienes clases.
Si quieres comer algo, hay restos del amuerzo de ayer en el congelador.
                               Te quiero.

Mamá.

Arrugo el trozo de papel con una mano y lo tiro a la basura en una esquina de camino a las escaleras que llevan a la planta de arriba.

Ya me imaginaba que no estaría en casa, aún así, una diminuta parte de mí que todavía disfruta de un tanto de esperanza, llegó a pensar que quizás hoy sí me esperaría en el salón, sentada en el sofá leyendo alguna revista. Por un segundo, al abrir la puerta, deseé que ella estuviera ahí y me diera la bienvenida con los brazos abiertos y una sonrisa tierna. Y entonces le contaría que he tenido un día horrible, de esos que te roban las ganas de despertarte mañana. Le diría que estoy cansada, muy cansada. Que tan solo quiero esconderme bajo las sábanas de mi cama y olvidar hasta mi nombre. Confesaría que ahora mismo, plantada frente al espejo de mi habitación, no me reconozco. Esas ojeras oscuras y esa mirada tan agotada no son mías. Esos labios al los que se les hace imposible sonreír no me pertenecen y estas manos a las que tanto les cuesta moverse deben ser de otra persona. De un alma sin vida, de una sombra que huye aterrada del Sol abrasador, de una silueta dispuesta a dormir toda una eternidad con tal de no sentir esta pena tan inmensa en el pecho.

¿Cuándo me convertí en la chica del espejo?

De repente, algo estampa contra mi ventana, sacándome del laberinto amargo que era mi mente hasta hace unos momentos. Contemplo confundida, acercándome despacio con el cejo fruncido.

Ya van dos.

Por lo agudo que suena, supongo que seran piedras pequeñas. ¿Desde abajo? Pero si en ese callejón tan delgado entre las casas no cabe nadie.

Tercera piedra.

Entonces solo puede ser él.

Cuarta piedra.

¿Ya son las diez? Que va, pero si hará como mucho una hora desde que nos despedimos frente a mi casa.

Con esta ya van cinco y me está tocando las narices.

Meramente deseando que se detenga, echo la cortina a un lado veloz y abro la ventana algo mosqueada.

-Por fin.

Y ahí me lo encuentro, ambas manos sobre el bordillo de su ventana. Sin camiseta. Su pelo aún mojado me revela que debe haber acabado de salir de la ducha. Sin camiseta. Un par de gotas se atreven a saltar desde las puntas de su cabello, para así deslizarse por su cara lentamente, algunas ya cayendo por sus hombros. Sin camiseta. Me recibe con una sonrisa tan juguetona que asusta, no sé si me entiende. Lo fácil que se le hace estar ahí plantado sin camiseta, esa seguridad en sí mismo que me incita a dejar que mi alma se llene de envidia y, sin embargo, también me da un asco. Ya que a mí me sudan las manos. Bastante, la verdad. Y no sé a dónde coño mirar. Porque no lleva camiseta. Y como me quede otra vez observando cómo las gotas de agua se deslizan por su pecho para recorrer todo su abdomen hasta desaparecer dentro de su...

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