4. a.

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Dejo atrás sus ojos de color miel, los cuales aún me observan curiosos mientras me encamino hacia el coche aparcado a tan solo unos metros. Y me pregunto qué la habrá traído a este lugar y si debería atreverme a verla una vez más. Quisiera saber qué pensamientos pasaron fugaces por su mente al tenerme frente a ella y si se me notó demasiado lo hipnotizados que me tenían sus labios.

Y esa mirada.

Esa mirada parecía encerrar en ella un laberinto lleno de dudas, de quizás y de nuncas que le roban las ganas de seguir, de caminar, de correr sin mirar atrás, sin temor ni miedo, sin angustia ni desesperación. Por un segundo, deseé poder despojarla de todo aquello que hallé en sus ojos, pues se clavaban en la escena frente a ella con tal pesadumbre que parecía ser palpable. Tal y como una burbuja en la que ella permanece atrapada.

Pero, así como he dicho, fue tan solo por un segundo. Después me limité a pensar en sus labios y me pregunté si serían tan dulces como la miel de sus ojos.

¿Será su piel tan suave como la imagino?

-¿Quién era esa?

En cuanto llego al coche, ya me interroga lleno de curiosidad, señalando a Soledad, la cual ya se encamina a donde sea que se dirija.

-Nadie. -Digo al abrir la puerta- Solo le he preguntado si tenía un mechero.

-Pero si tú siempre llevas uno encima.

No se cree ni una palabra, me conoce demasiado bien. Y es que después de diez años de una amistad pura y simple, no esperaba menos de la silueta sentada en el asiento del conductor.

-Tú te la quieres tirar, ¿a que sí?

Se ríe mientras me acomodo en mi asiento, sin hacer caso a sus comentarios que tan solo quieren ofuscarme.

-Deja a la pobre, que bastante tiene ya con lo que sea por lo que vaya al grupo de apoyo.

Pongo los ojos en blanco al suspirar, para acto seguido señalar hacia delante.

-Venga, conduce, que si llego tarde a casa mi padre me mata.

Y así, pone el motor en marcha. A través de la ventanilla observo calles llenas y otras tan vacías. Tiendas hasta arriba de gente y otras que ruegan por un poco de clientela. Comienzan a encender los farolillos para que nos otorguen un tanto de luz, ya que el Sol se despide lentamente, dejando ahora a la Luna en el escenario, para que ella se ocupe de cautivar al público. Un público que no pierde el tiempo en mirar al cielo, tan perdidos en deudas y dudas, en disputas y anhelos y en mil enigmas y mucha amargura. Se encaminan apresurados hacia sus destinos, tan diferentes como inesperados. Pero me atrevería a pronunciar en alto que todos ellos, al final del día, tan solo desean llegar a su hogar. Para algunos una casa en la que pueden refugiarse bajo su techo, para otros un lugar en el que esconderse e ignorar las llamas de una vida injusta y, para aquellos que gozan de una suerte que a pocos le toca, una persona. Alguien en el que poder dejar caer la cabeza sobre un hombro que derrocha piedad y que te acaricie con la bondad y el cariño con el que el viento se lleva hoy las hojas a dar una vuelta por la ciudad.

Cómo odio esta ciudad.

Es como si ya llevara mucho tiempo atrapado aquí, en este lugar, en este infierno que mi mente creó hace tiempo para protegerme. Protegerme. Al menos eso me repite una y otra vez mi psicóloga, que es un mecanismo de defensa, que me ayuda a superar los fuegos del pasado y a caminar con la cabeza alta en el presente. A mí, más bien, me parece un castigo. Una tortura. No son ni cadenas ni látigos los que me causan este dolor, ni es el diablo el que me obliga a quedarme en este infierno. Es una ira descontrolada, una pena despiadada que ha hecho de mi corazón su hogar y una culpa tan pesada como mil piedras que van atadas a mis pies, haciendo que cada paso que doy sea un castigo más.

Si tan solo pudiera marcharme, huir, dejar atrás estos edificios que se alzan hacia el cielo y el ruido del habla de esta gente y del motor de cientos de coches. Correr hasta no ver más esas paredes a medio pintar y las carreteras en obras, los descaparates invitándonos a entrar con promesas vacías y los bares llenos de almas buscando ahogar las penas en una misera cerveza.

Si tan solo pudiera dejar atrás su fantasma.

Al final, aparca delante de mi casa, la cual para mí es tan solo el castillo de mil demonios que me otorgan un techo sobre la cabeza y un plato de comida sobre la mesa.

Antes de salir del coche, me giro una vez más hacia él:

-Diego.

-¿Qué?

-Mañana voy al instituto. -Salgo y cierro la puerta, asomándome ahora por la ventanilla- Recógeme sobres las siete.

-No me jodas. -Me mira extrañado, frunciendo el ceño- ¿vas a madrugar? ¿Y eso?

Me encojo de hombros.

-Solo así.

Se ríe de nuevo, invitándome a pensar que él está seguro de que antes tenía razón.

-Es por esa chica, ¿no? ¿Que va a nuestro instituto? Nunca la he visto.

-Anda, cállate. -Suelto sonriendo.

Me devuelve una sonrisa sincera, juguetona. Una sonrisa que se asoma en la comisura de sus labios y me invita a imaginar que aquí estará él pase lo que pase, tal y como en los anteriores años que hemos compartido.

-Hasta mañana. -Se despide arrancando el coche de nuevo.

Aquí, en este silencio tan acogedor, las nubes intentan advertirme de una tormenta que se acerca lentamente. Y podría pensar que se refieren al cielo, pero no es gris. O a ellas mismas, pero ya no sueltan gota alguna que se atreva a rozar mi piel. Aquí, observando con el ceño fruncido un cielo que destella en mil colores y unas nubes tan blancas como la lana, me pregunto a qué tormenta se refieren y si, quizás, debería tener cuidado aquí abajo.

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