1. s.

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Toda mi vida he creído ciegamente que ni la estrella más brillante podría brindarme un mísero rayo de luz. Paso noches en vela entre suspiros que nadie escucha, gritos que se pierden en el silencio amargo que cae pesado sobre mis hombros y esas telarañas que la pesadumbre teje entre mis dedos con cierto rencor. Día tras día se pierde mi mirada entre los callejones del cielo nocturno que forman una ciudad de luces sobre mí, sin embargo, jamás he sido capaz de hallar un ápice de esperanza en los rincones de mi alma ni un rastro de alguna llama de un fuego que pueda derretir el hielo que mantiene encerrados todos mis anhelos. Desde mi cama, el cielo parece tan lejano como aquellos deseos de la niña ingenua que era, aquella que ahora es tan solo un fantasma.

Las nubes callan, pero ellas conocen cada secreto que mi mente atesora y de vez en cuando parecen observarme con desprecio, pues hasta ellas están hartas de mis suspiros y quizás. Y los árboles que distingo a través de la ventana junto a mi cama parecen rozarlas con precaución. Hasta ellos temen sus truenos, su lluvia y su viento. Temen ser arrebatados de cada una de sus hojas, pues bien saben que las nubes reinan en el cielo. Sin embargo, me invitan a imaginar que crecieron tanto para protegerme de ese cielo oscuro y amargo lleno de suspiros en vano, sin saber que ese azul inmenso sobre nosotros no me inquieta. Es más bien ese mundo que me espera ahí afuera el que me aterra. Tan frágil, tan maligno, tan frío y solitario. Por eso yo me limito a dejar mi mirada vagar por el cielo.

Pero si hay un lugar en el que puedo dejarme llevar por una esperanza dibujada con lápiz y mil deseos, es mi habitación.

Me encanta mi habitación.

Aquí me siento segura, protegida. Tal y como si estas paredes fueran las de una celda en la que yo misma me he encerrado, aún así, me siento acogida y arropada por una paz que tan solo recorre mi cuerpo estando aquí, justo aquí, bajo este techo, en mi cama. El cielo podría quebrarse en mil pedazos y las nubes abalanzarse sobre este triste mundo con toda su furia, mientras la tierra bajo nuestros pies tiembla al sentir nuestras manos sucias por mil pecados y nuestros corazones emponzoñados; y aún así me sentiría segura estando justo aquí, en este mismo rincón.

Alguien llama a la puerta un par de veces obligándome a volver a una realidad que me roba el aliento y me hace dudar.

-Soledad, levántate.

No respondo.

Al escuchar cómo se abre la puerta, me giro haciéndome la dormida.

-Vas a llegar tarde.

Déjame en paz.

Un suspiro, unos pasos y, de repente, me quita la manta tirándola al suelo y puedo casi rozar  su enfado en el aire.

-No tengo ganas de discutir.

Me siento en la cama clavando mis ojos sobre ella, una mujer que parece haber vivido más años de los que tiene y un rostro tan cansado que me invita a pensar que ha vuelto a trabajar toda la noche.

-Ya te he dicho que no voy a ir. -Le recuerdo sin sofocarme.

-Le prometiste a la psicóloga escolar que irías.

Su voz punzante y esa mirada tan llena de reproches me hacen querer prender esta habitación que tanto me encanta en llamas.

-Y ella me prometió que no te diría nada de lo que yo le contara en nuestras sesiones. -Me quejo con una sonrisa falsa dibujada en mi cara- Y mira dónde estamos ahora.

Suspira y lleva una mano a su frente. Sí, está cansada. Sus movimientos son lentos, casi como si apenas tuviera la fuerza necesaria para mantenerse en pie.

-¿Has trabajado otra vez toda la noche en el aeropuerto?

-Sí. -Ahora parece otra vez ofuscada- Y por eso mismo no tengo ganas de discutir.

Ya es la cuarta noche sin pegar ojo. Y apuesto lo que sea a que cuando vuelva a casa la encontraré durmiendo en el sofá, como cada tarde tras una noche de trabajo.

-Tienes diez minutos para vestirte y cinco para arreglarte. -Se encamina hacia la puerta- No te lo repito más.

Mi madre no siempre es así. A veces es compasiva y dulce, otras se ríe hasta que sus mejillas duelen y sus ojos derraman lágrimas de alegría y, de vez en cuando, le da por bailar por toda la casa, invitándote a pensar que ésta se ha transformado en su propio escenario. Sin embargo, hay que ser cauteloso. Y es que hay días en los que no hay respuesta correcta a sus ruegos ni tono de voz que le agrade. Se cansa y se enfada, grita y luego llora, como si ella hubiera sido la víctima de una tormeta que le despoja de esa fuerza que te da la vida. Mi madre no siempre es así pero desde que se marchó papá, ha cambiado.

Al levantarme, me quedo quieta en medio de la habitación cuando un ruido proveniente de la casa de al lado me toma por sorpresa. Y es que mi cuarto tiene una ventana más, justo en la pared en frente de mi cama, donde tengo normalmente siempre las cortinas echadas. Ni siquiera sé a quién le pertenece ese cuarto. Alguna que otra vez he escuchado música o a alguien hablar demasiado alto, pero... ¿Hoy? Hoy son unos gritos alarmantes los que me irritan y llenan de curiosidad al mismo tiempo.

Me acerco cautelosamente, rebosando de miedo a que me descubran, echando la cortina hacia un lado tan solo lo bastante como para distinguir algo. A través de su ventana abierta de par en par, hallo una figura que parece ser carcomida por una furia imparable.

-¡Déjame en paz de una puta vez, joder!

Una segunda figura aparece. Ésta toma su mano con delicadeza y en su rostro no encuentro ni una pizca de rabia, ni siquiera algo de reproche.

-Hijo mío. -Apenas puedo oír su voz- Hazlo por mí. Ya sabes cómo se pone tu padre con estas cosas.

Pero él es diferente. Siento que se podría palpar su furia, que la podría sostener sobre mis manos y dejarme corromper por ella. Él, que no parece tener piedad, deja caer la mano de la que asumo que será su madre.

-No es culpa mía que te casaras con un hijo de puta. -Suelta en el tono más frío que jamás he escuchado- Divórciate, pero a mí no me metáis.

Y se marcha. La abandona en esas cuatro paredes que seguramente caen ahora sobre sus hombros como escombros de una catástrofe, pues esas palabras han debido de desatar un terremoto bajo sus pies.

-¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?

Me asusto al ser sorprendida por su pregunta y enseguida me giro hacia ella, cerrando otra vez la cortina.

-Nada.

Con los brazos cruzados, frunce el ceño.

-¿Y por qué no te has vestido todavía?

Quisiera tener la misma valentía que él posee, pero yo me rindo fácilmente.

-Perdón. -Intento sonreír- Dame diez minutos.

-Cinco.

Y vuelve a marcharse.

Me encanta mi habitación. Me siento segura y arropada por los árboles robustos que toman turno cada noche para cantarme hasta que caigo en un sueño profundo. Es pequeña y apenas he empezado a decorarla, pero así, medio vacía, se parece más a mí.

-¡Solo te quedan tres minutos! -La oigo exclamar desde abajo.

Me encanta mi habitación, pero a veces...

-¡No quiero tener que volver a subir!

A veces desearía escaparme y no volver jamás.

Si estás leyendo esto, perdóname.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora