Epílogo

4.8K 327 103
                                    

Era de esas mañanas, cuando tanteaba la cama y estaba demasiado frío, aquello indicaba que llevaba bastante tiempo sola entre las sábanas. Lo odiaba. Se levantó maldiciendo por lo bajo, frotando sus ojos con los dedos pulgar e índice de una mano. Sentía la garganta seca y un leve dolor de cabeza. Buscó con la mirada sus zapatillas de dormir, aquellas que Jennie le obligaba a tener para que no caminara descalza por la casa. Sí, a veces Jennie podía ser un grano en el culo, y por "a veces" era prácticamente la mayor parte del tiempo. Lo cual, de acuerdo, podía hacer que Lisa quisiera ponerle un tapón en la boca; no lo hacía, pero la idea parecía cada vez más tentadora, como cuando Jennie la sermoneó durante tres horas por haber manchado su sofá color cappuccino con salsa barbacoa.

Abrió las cortinas y tuvo que parpadear reiteradas veces para acostumbrarse a la luz ya que era un día malditamente soleado. Siendo honesta, ya se había acostumbrado. Ni siquiera podía imaginarse viviendo nuevamente bajo un cielo gris y pisando tierra húmeda por el frío. Lisa había aprendido a odiar el frío. Respiró profundamente al abrir la ventana, el aroma de las malditas gardenias que debía regar cada tarde a las seis con treinta minutos, por órdenes de Jennie, llegó gratamente a sus fosas nasales. Jamás admitiría que le gustaba el aroma de aquellas diabólicas flores.

Salió de la habitación principal, de aquel aposento que tenía el perfume de Jennie en las sábanas de la cama, que tenía una chueca repisa de pared con algunas fotos enmarcadas. De paredes que Lisa insistía eran blancas y Jennie gritaba, como si fuera la peor ofensa, que eran de color crema de nieve. Buscó rápidamente en la pequeña y rústica cocina, frunciendo el ceño al ver la cafetera encendida. Se suponía que Jennie dejaría de beber café, se lo había prometido. Salió al jardín trasero, a ese pequeño paraíso de árboles frutales donde Lisa había armado un magnífico set campestre, a sus ojos, para que pudieran pasar sus tardes recostadas en cómodos y grandes sofás de exterior bajo la sombra de los árboles. Vio a Jennie acurrucada en sí misma, con la mirada perdida y una taza cerca de sus labios. Tenía sus piernas recogidas y los labios levemente morados, lo que implicaba, llevaba demasiado tiempo en el jardín, seguramente desde la madrugada. Curvas suaves, pies descalzos y su piel reflejando con soberbia los rayos del sol. Sus ojos vagaban en algún punto del suelo. Llevaba una de las sudaderas de Lisa y una simple braga, sin ser consciente de cuan vulnerable se veía al usar la ropa de la tailandesa.

Lisa caminó pausadamente hacía Jennie, no dijo nada. Algunas veces era así, no había sido todo un cuento de hadas desde su reencuentro, distaba bastante de serlo. La libertad tuvo un enorme precio, uno que no pagó solamente Lisa, y había días malos, días donde Jennie no podía con los recuerdos de aquellos meses donde pensó que Lisa estaba muerta. Y despertaba, sintiéndose perdida, temiendo del mundo. Buscando apartarse, sin percatarse de cuánto lastimaba a Lisa con eso. Por lo general estaban bien, debían estarlo. Ya había pasado un año desde que se hubieron reencontrado en La Digue, un año que llevaban viviendo en aquella isla de clima y paisaje soñado. No había sido tan difícil para Jennie lograr aquel cambio en su vida sin levantar sospechas, no con Rosé cubriéndole la espalda. Oh sí, la maldita rubia hija de puta. Rosé a quien Lisa no había vuelto a ver desde que mataron al último socio de Jiyong. En realidad, Reynolds mencionó algo de caipiriñas en el caribe junto a Jisoo. ¿Cómo era que la puta de su hermana había salido de prisión? Lisa no tenía idea y Reynolds se negaba a darle detalles. Algunas veces ocultar cosas de quienes amas es la única manera de protegerlos. Y con ellas ocultas, protegidas, todo transcurría con una deliciosa y peligrosa calma, con el conocimiento de que en cualquier momento su teléfono sonaría y le avisaría que el momento del último golpe había llegado. La consumación del plan maestro de Ivanov contra Jiyong Manobal Kwon; aquel designio que llevaba a Lisa a disparar una última vez.

Jennie ya no debía tener miedo, ni Jennie ni nadie cercano a ella, puesto que de su padre ya no quedaba más que una sombra en un registro militar. Jiyong había caído, lentamente cada día durante los meses que Lisa y Rosé se dedicaron a dejarlo desprotegido y vulnerable. Y finalmente, luego de un maldito año, con la certeza de que su padre ya no tenía jurisdicción ni protección de las fuerzas militares del Reino Unido y, por el contrario, solo era un coronel jubilado y con múltiples cargos imputándosele en los tribunales de justicia; Lisa era libre. Podía dormir tranquila, con unas cuantas armas guardadas estratégicamente en la casa donde pasaba sus días con Jennie. Aquel acogedor y fausto paraíso llamado hogar, porque era donde ambas debían estar. Donde había leños mal cortados en el pórtico junto a un par de zapatos con barro, donde había juegos de cortinas que no combinaban porque Lisa se negaba a que Jennie fuera la única que tuviera voz y voto en la decoración; orgullo de hembra alfa al estilo Lisa. Eran ellas quienes convertían aquella casa en un hogar. Era Jennie con sus suaves bailes en las mañanas mientras preparaba el desayuno al ritmo de la música. Era Lisa, maldiciendo cuando alguna de las lluvias espontáneas de la isla se dejaba caer a los pocos minutos de que hubiese tendido la ropa en los cordeles. Y la amaba malditamente demasiado. Incluidos los días malos, los días donde su Jennie no era suya, sino una sombra presa del dolor de su pasado. Y era una rutina, una donde la tailandesa, cuyos cabellos ya se apreciaban mucho más largos, llegaba hasta Jennie; besaba sus fríos labios y acunaba su rostro con ambas manos. Se miraban en silencio durante minutos, hasta que Jennie finalmente parecía recuperar la noción de sí misma, del lugar donde se encontraba.

Prisionera | JenlisaWhere stories live. Discover now