Capítulo 2

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No podía dormir. Hacía varios días que el sueño la eludía cada vez que llegaba la noche. Sin importar lo agotada que estuviese, lo mucho que hubiese trabajado o las distancias que hubiera recorrido, no conseguía que su cuerpo se relajase lo suficiente para obtener el necesario descanso. Y su mente, ya de por sí hiperactiva, se encontraba más alerta que nunca. Los recuerdos se agolpaban, repentinos y erráticos, generando todo tipo de ideas extrañas y fantasiosas.

Haber perdido a sus padres siendo apenas una niña entrando en la adolescencia le había dejado una profunda marca que ni siquiera el tiempo era capaz de borrar. Desde entonces, sus metas y sueños se vieron alterados por completo, sacudiendo las bases y los pilares de su vida.

Antes del accidente, le gustaba mucho cantar y solía llevar su guitarra a todos lados. Aunque sabía que era imposible, podía oír música en todo lo que la rodeaba, en especial en la naturaleza. Cada vez que el viento soplaba, o cuando el agua caía por una cascada, el sonido de la lluvia, ¡todo!, tenía su propia melodía y esta impactaba directamente en su estado de ánimo. Sin embargo, hacía tiempo que había dejado de prestar atención. Dolía demasiado.

Tal vez por eso, se había convertido en científica. No había matices en la ciencia. Esta era exacta, certera, confiable, pero, sobre todo, real. Las teorías podían corroborarse o descartarse con base en diferentes evidencias y pruebas, y los resultados, una vez alcanzados, eran definitivos. Aun así, era incapaz de cortar lazos con la naturaleza. ¿Cómo podría cuando podía verla y sentirla todo el tiempo a su alrededor?

Convirtiéndola su objeto de estudio, analizó los cambios en ella y sus variables. Las tormentas y los vientos dejaron de ser música para convertirse en datos que volcaba en sus investigaciones con un fin determinado. Ya no había vibraciones, notas ni acordes. Solo información. Al menos, intentaba convencerse de eso. El dolor no podía invadirla porque no se permitía sentir en absoluto.

Su madre, una ferviente creyente de las energías y amante de la naturaleza, estaba convencida de que todo lo que los rodeaba era un regalo que debían valorar y atesorar. Para ella era importante que estuviesen sintonizados con la Tierra y el Universo. Solo así serían capaces de oír las señales y advertencias que estos quisieran darles.

Ni su padre ni ella tenían la misma convicción. Aun así, jamás la contradijeron, ni intentaron hacerle ver que estaba equivocada. Su envidiable fe le aportaba una alegría que ninguno de ellos habría osado arrebatarle jamás. ¿Qué daño hacía que los hiciera meditar con ella de vez en cuando o que insistiera en tomar vacaciones en una cabaña en el medio del bosque, aislados de todo el mundo? Ninguno. De hecho, solían regresar renovados y más importante todavía, la hacía feliz.

Aún recordaba los miles de historias increíbles que ella le relataba antes de dormir. Muchas eran conocidas, populares, pero otras, en cambio, eran creaciones fantásticas de su propia autoría. Su madre tenía una gran imaginación, eso nadie podía negarlo.

Su favorita era una en la que decía que un ángel —porque también era devota de ellos— la había visitado mientras estaba embarazada de ella para bendecir su llegada al mundo. El etéreo ser se había materializado, arrodillado al costado de su cama y apoyado sus grandes manos sobre su vientre antes de que estas refulgieran con una brillante luz dorada que destelló de pronto de sus palmas.

Aseguraba que nada más tocarla, una cálida energía había pasado a través de su cuerpo directo a su bebé para otorgarle dones. Estaba convencida de que Gaia era una elegida y no dejaba pasar oportunidad para recordárselo. ¿Para qué? Nunca lo mencionó. Pero afirmaba que le esperaban grandes cosas en el futuro.

No pudo evitar bufar al recordarlo. Jamás se había sentido especial ni antes ni ahora. Si en verdad hubiera poseído algún don divino, habría sido capaz de salvarlos aquella fatídica noche, ya diez años atrás.

Su ángel caídoWhere stories live. Discover now