Capítulo 1

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LA JINETERA



1ª PARTE



CAPÍTULO 1


- ¡Ahí viene la puta! - Lo recuerdo como si fuera ayer, esa era la manera en la que mis vecinos anunciaban la llegada de mi madre.


Era bien cierto la forma en la que se cuidaba a pesar de nuestra precariedad, no entendía muy bien, que los alimentos en la mesa no fueran los apropiados para mantener a una criatura, y aun así ella vestía como si de una gala se tratase, me daba rabia muchas veces que solo mirara para ella y a mí me dejara de la manera en que lo hacía. Lo poco que entraba en nuestra choza y ¡sí! la denominé choza a una pequeña casa situada en el centro de la Habana en uno de los antiguos edificios de tres plantas, construidos a primeros de siglo, con un patio rectangular hecho de piedra, donde la corrala, que estaba rodeada por los vecinos, colgaba sus prendas, luciendo de esa manera todas las intimidades y sabiendo cada uno de nosotros lo que entraba y dejaba de salir de cada vivienda, vivienda estrecha y mal construida, compuesta de un pequeño hall donde se repartían las estancias, una pequeña cocina de gas con una mesa y dos sillas de madera, separada por una cortina, el retrete, un lavabo con un espejo de media cara, una bañera roñosa, unas baldas para dejar las toallas y las cremas, y un dormitorio cuadrado que compartíamos mi madre yo, ella con una cama pegada a la ventana y yo en una especie de litera maltrecha con un colchón de muelles, adornada con una colcha de flores en tono rosa para darle otra imagen. Eso sí, la música que nunca faltara, un pequeño transistor hacia las delicias matutinas veía a mi madre, a Lola que así se llamaba, una negra de grandes caderas y cintura estrecha, un escote que hubiera podido amamantar a cinco hijos de golpe, una melena ensortijada y de color azabache, bailar y cantar mambo, creo que lo hacía a posta, para no escuchar aquellas palabras en la lejanía del vecindario. Cada tarde se ponía su vestido ceñido de color bermellón, unos tacones de aguja del mismo color y un lápiz de labios rojo profundo para ensalzar sus carnosos labios.


- ¡Vendré de madrugada, Carolina! - me decía mi madre cada noche. - Y para cuando te levantes, tendrás unas tortillas y mango para desayunar, así podrás ir fuerte a la escuela, mi niña. Mami no te abandona, pero tiene que trabajar ¿oíste mi princesa? No abras a nadie, y cuídate mami. Chao.


Y así era, cuando regresaba por las noches antes de que el sol diera vida a nuestra calle, ella ya estaba en la cama y la mesa preparada como lo había dicho. Me vestía, comía alguna tortita y algo de fruta y salía para la escuela. Parte del día la pasaba allí, después regresaba hacía las dos de la tarde y Lola seguía en la cama.


La comida era la misma que había dejado en la mesa mi madre antes de acostarse. Tortitas y fruta. A veces, la dejaba alguna que otra pieza para cuando se despertaba, pero lo primero que hacía era poner el transistor, encender un cigarrillo rubio y contonearse delante de la ventana mientras la música salía por la ventana.


- ¡Maaambo! - gritaba al compás de la melodía, y dejaba que sus enormes caderas siguieran el compás.


Yo la miraba con cara de sorpresa, pero enseguida me hacía unirme a su fiesta, me agarraba de la mano y bailábamos juntas al son de la música de Xavier Cugat.


Me costaba ya de por sí, moverme por mí misma, siempre que iba a la escuela, salía media hora antes para llegar a tiempo, y eso que había una distancia de dos cuadras.


Al parecer nací con una enfermedad en las piernas, falta de movilidad, decía Lola para animarme y no caer en una pena profunda por no poder ser como las niñas del barrio, que jugaban a correr o saltar a la comba, en ese sentido La Negra siempre me protegió, apenas salía a la calle, nada más que al colegio y a casa, creo que intentaba evitar los insultos de los vecinos, ya tenía bastante con los que le proferían a ella. Pero a mí me producía una angustia terrible no poder disfrutar como una niña de ocho años que por aquel entonces vivía en una ciudad llena de color.


La Habana siempre estaba despierta, fuera la hora que fuera, el ritmo se sentía en las calles, la gente a pesar de su pobreza, la música y la alegría nunca dejaba de estar presente. Al menos lo que yo conocía.


Era bien cierto, que Lola, era un animal nocturno, pero el día que no estaba dormida, me sacaba para ver el malecón, enseñarme que más allá de ese océano se encondía un mundo mejor, con grandes países y personas muy diferentes. Lo que nunca me dijo era que tipo de personas escondía lo que había detrás del mar. Después nos recorríamos las calles, un parangón que hasta día de hoy no hubiera descubierto sin Lola. Me fascinaba ver todo el movimiento de gente al caer la tarde, las luces de la ciudad daban vida a un barrio casi derruido, donde la gente compartía lo poco que guarecían sus casas.


Cuando La Negra desaparecía por las noches y me dejaba en la cama dormida o eso creía ella, a medianoche mi sueño se desvanecía por un olor a ahumado que entraba por la rejilla de la ventana. Aquellos que maldecían las costumbres de Lola, el último viernes de cada mes se reunían en el patio central para asar cualquier alimento que provenía del cerdo. El humo se mezclaba con el ruido de aquellas voces que me eran familiares, con los cánticos y la música, las bebidas y los bailes a medianoche.


¿Cuántas veces me escapé de aquella maltrecha litera? Los vecinos se apiadaban de mí, tan solo por ser una niña. La señora Concha, bajita y regordeta,

La Jinetera Where stories live. Discover now