Jenny

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2001, no recuerdo el mes, pero sí que fue uno de muchos días sofocantes y aturdidores por las nuevas voces que habían comenzado a apropiarse de mi cabeza. No recuerdo a la doctora decirle a los de trabajo social que pesaba 20 kilos y medía 120 centímetros; lo miré en mis archivos personales cuando aprendí a leer. Sé que esas cifras fueron el motivo principal por el que todos quedaron atónitos al verme pasar por las puertas del orfanato acompañado de un viejo robusto, barbón y de uniforme con olor a cigarro. Mi cabello hasta la cadera fue el segundo foco de atención.

—¿Cómo te llamas? ¿Eres niña o niño? ¿Por qué estás tan flaco? —preguntó un chico de voz chillante.

No tuve idea de qué o cómo responderle. Jamás había interactuado con alguien que no fuera mi madre, y con ella no lo hacía tanto de por sí.

El tiempo no existió después de ser forzado a abandonar mi casa. Tardé en aprender los nombres de los niños, todos menores que yo pero ligeramente más grandes; el del detective con olor a cigarro, la trabajadora social que me estuvo supervisando, la pediatra, la psicóloga, o el de la primera maestra que me daba clases separado de los demás porque era demasiado violento para convivir, tampoco de la mujer que mordí cuando intentó tomarme de los brazos para llevarme a bañar.

Solo una imagen y un nombre fueron constantes hasta que gané la consciencia de nuevo. Lo primero que noté fue su cabello rubio tan largo como el mío. Era como una cascada de miel, su cara una galleta de chispas de chocolate. Ella no se me había acercado con brusquedad ni hecho preguntas entrometidas como los demás. Solo me observaba desde una esquina siempre.

Era la favorita de las cuidadoras. Ayudaba a lavar los platos, barrer, poner la mesa para la docena de niños; arrullaba a los bebés y recogía la ropa sucia, sin mencionar que sabía inglés y traducía algunas palabras para quienes no. En ocasiones la escuchaba cantar y contar cuentos junto con Gloria, la pastora y encargada del lugar, pero estaba tan perdido en mi mente que no le presté atención.

Recuerdo una noche en particular tener esa pesadilla recurrente y despertar gritando, sudoroso, con lágrimas ardientes y mis puños golpeando mi cabeza en un intento de ahuyentarla. Pero antes de que Gloria llegara corriendo a encender las luces para llevarme a la enfermería y darme vitaminas para el sueño, sentí un par de manos diferentes. No eran las de mi pesadilla ni las de la anciana. Sentí dedos pequeños y delicados.

Desperté a la imagen de ojos color avellana y pecas adornando mejillas rosadas. Era esa misma niña rubia que me había acosado desde las sombras todos esos días anteriores.

Quise gritar "¡Suéltame!", pero no podía formular palabras todavía, así que gruñí. Ella me soltó en cuanto me escuchó, lo cual fue inclusive más raro y me llenó de preguntas. ¿Por qué no insistía? ¿Por qué hacía lo que le pedía? ¿Por qué no estaba ni un poco molesta ante mi reacción?

—¿Estás bien? —preguntó una vez que mi ataque se había reducido, aunque mi pecho seguía acelerado.

Me hice tan atrás como pude en la cama. Ella notó mi hostilidad y levantó sus manos, después se alejó también. En voz baja, dijo lo que de nadie antes escuché:

—No te tocaré, ¿okey? Solo vine a ayudar porque te escuché llorando.

No le creía. Todos los que me decían eso me habían agarrado con fuerza, inyectado, extraído sangre, forzado a comer y tomar cosas extrañas y desnudado para meterme a una tina.

—Soy Jennifer. Puedes decirme Jenny. O Jen. —Sonrió tímidamente.

Miré a las camas de mis compañeros. Todos estaban dormidos a excepción del de arriba de mi litera, que se movía por el ruido. Una luz al fondo del pasillo estaba encendida. Supuse que de ahí había venido ella.

MFDL | EscorpioWhere stories live. Discover now