22| Cuando no tienes adónde ir

Comenzar desde el principio
                                    

—¿Se supone que me tengo que reír?

Alzo una ceja y me cruzo de brazos. Lo escucho maldecir en voz baja y doy la vuelta para encararlo. Él tiene una mueca en su rostro, pero finge sonreír apenas me ve. Reprimo una sonrisa.

—Podrá pasar el tiempo y seguirás siendo el mismo —dice con falsa diversión al mismo tiempo que deja mis cosas sobre la mesa—. No sé si eso sea bueno o malo.

—Malo para ti.

—Bueno, fue precisamente esa actitud la que hizo que me gustaras —menciona con un tono sugestivo.

Blanqueo los ojos y acto seguido lo miro con advertencia.

—No hagas esto incómodo —amenazo—. No estoy interesado y ya estoy saliendo con alguien que me gusta.

—¡No te estoy coqueteando! Yo tampoco estoy interesado en ti de esa manera. —Alza sus manos, superalterado. Lo veo incrédulo y hace una mueca de disgusto, como si le asqueara pensar en la posibilidad. Al menos los dos estamos de acuerdo en algo. Chris exhala hondo y luego me ve con confusión—. Espera, si ya tienes a alguien, ¿por qué me llamaste a mí? ¡Llámalo a él!

Su reproche no suena como si estuviera del lado de Oliver, mas bien es como si quisiera deshacerse de mí. Para mí tampoco es cómodo tener que verle la cara otra vez, pero es el único que sé que vive solo y que sé que no lo meteré en problemas con sus padres o su casera.

—No quiero causarle problemas.

—Ah, mira, pero a mí sí.

—No me importa causarte problemas a ti, a él sí —respondo pedante. Él parece que está conteniendo las ganas de responderme de la misma manera y por un segundo creo que lo hará, pero me apresuro a decir—: Y me lo debes.

Suelta otro suspiro hondo y se pasa las manos por el rostro. Murmura un par de cosas que no puedo oír y después de tomarse el tiempo en hacerse a la idea de que no tiene de otra, deja de tallar su rostro y me mira con la misma sonrisa fingida de hace unos minutos. Es como Barbie de Toy Story que no deja de sonreír.

—Es cierto, con esto saldo mi deuda, además, no hay nada más reconfortante que ayudar a un viejo amigo. —Su sonrisa falsa se mantiene intacta y me echo a reír porque sé lo mucho que le costó decirlo—. Aún puedo echarte a la calle y bloquearte de redes sociales.

Dejo de reír y eso provoca que su sonrisa, antes falsa, sea más genuina.

—Sigue riendo —me anima con una pizca de gozo—, hace mucho que no te oía reír. Ni siquiera conmigo lo hacías.

—¿Por qué será? —mascullo, pero él logra oírme. Ahora es su turno de verme con advertencia.

—¿Qué?

—Nada.

—Repítelo.

—No dije nada.

Entrecierra sus ojos y fuerzo una sonrisa amigable.

—No hagas eso, das miedo.

—¿Qué cosa?

—Sonreír.

—Jódete.

Vuelve a reír y le alzo el dedo de en medio. Su risa incrementa y a medida que eso sucede, me contagia las ganas de unirme a él, sin embargo, la espinita en mi pecho que me recuerda que estoy haciendo las cosas mal y de la manera más impulsiva y menos inteligente, no me deja siquiera sonreír. Tengo sobre mis hombros el peso de mis acciones, no va a irse tan fácilmente y comienzo a hacerme a la idea de que tendré que vivir con ello por el resto de mi vida. No puedo sacarme de la mente las suplicas de mi hermana ni la mirada herida de mi mamá, no importa cuanto me esfuerce en hacer como si nada hubiera pasado, ellas siempre regresan a mi cabeza.

Una maldita confusiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora