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Después de todo lo vivido me quise ir bien pinche lejos de Sonora, ya no era solo mudarme de barrio, sino de estado o de país. Quería alejarme de los pedos ahora que sabía quién era el autor de todas las calaveras de la SJ, y quería decirle a mi gente que también se fugara de la clica para siempre, no le hace que se quedara el barrio como pueblo fantasma. 

Pensé en decirle a Panco todo cuanto mis ojos habían visto, pero Kiko me advirtió que nadie debía saber absolutamente nada. Que si se te escapa media palabra el siguiente serás tú. Que por nada del mundo debes mencionar a Tláloc porque él castiga duramente la deslealtad. Que ni se lo susurres a tu almohada porque te carga el payaso. 

¿Cómo le iba a hacer para sobreponerme del horror si ya había visto a un hombre semimuerto deshacerse en un tambo que ardía como las mismísimas llamas del infierno? ¿Cómo iba a sacar de mi cabeza los lamentos, los alaridos de angustia y dolor de un pobre cabrón que le tocó bailar con la más fea? Y, sobre todo, ¿qué podría hacer para advertir a Panco y a los otros sin que dicha acción no me costara la vida? 

Recibí la plata en la casa de Kiko, seis grandes y un yo te hablo cuando te necesitemos de nuevo. Me limité a darle las gracias y me largué hacia la SJ en la primera oportunidad que tuve. Sin embargo, no me quedé tranquilo porque oí que Genaro le dijo a Kiko que iba a quedarse un tiempo para finiquitar unos asuntos, lo que en su lenguaje se traducía en asesinar a unos cholos.

Panco estaba en el patio de atrás escuchando música y bebiéndose una caguama cuando llegué. Sonrió de emoción y se apuró en abrazarme con fuerza luego de sacudirse el pantalón con sus manos mugrosas.

—¿Y bien? —preguntó lo inevitable—. ¿Averiguaste algo? 

—Tenemos que irnos —se me ocurrió decirle—. Agarra tus chivas y vámonos con tu mamá por lo pronto.

—¿Por qué?

—Porque la cosa se va a poner color de hormiga, cholo. —Suspiré hondo para calmarme—. El diablo anda suelto, loco; y ya le leí sus cochinas intenciones. 

—Nel, yo no me muevo de la SJ por la culpa de ningún pinche diablo —advirtió molesto, ceñudo—. A mí tu diablo me pela toda la verga, cholo; me hace los mandados.

Me dieron ganas de abofetearlo para que entrara en razón, para que se le quitara lo terco, pero en cambio entré en la casa y fui a sentarme en el colchón del cuarto para pensar bien las cosas. 

Encendí un cigarro y le di el toque un par de veces antes de apagarlo contra el piso. Luego, casi como un robot programado, me dispuse a guardar un poco de ropa dentro de una maleta pequeña y desvencijada que le pertenecía a mi madre. 

Después de haber visto la crueldad humana no pensaba quedarme un minuto más en el barrio, por lo que pensé que lo mejor, lo más prudente, era pelarme y seguir tratando de enderezar el barco para no volver a pisar la pinta, para no terminar deshaciéndome en un tambo, en el peor de los casos. 

—Yo no sé tú, pero yo quiero mi cabeza en mi cuello, en mi cuerpo —le dije cuando se quedó parado junto al umbral, y continué guardando trapos en la maleta.

—Creí que tú no te ibas sin mí —reprochó.

—Es de sabios cambiar de opinión, ¿no? 

—Entonces, ¿qué pedo con nosotros ahora?

Me encogí de hombros en respuesta. 

—Hazle como quieras, cholo; pero una cosa sí te digo: no será mi cabeza la próxima en ocupar una banca de ninguna puta plaza, ¿oíste? 

El caldero del chamuco [COMPLETA]Where stories live. Discover now