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—Pásale, pásale —me invitó la voz tras la puerta metálica de aquella oficina situada en la primera planta. 

La casa estaba en completo silencio y no había un alma más que los dos monigotes de la entrada y el cabrón que me había conducido hasta Kiko, o el señor, como los otros lo llamaban.

Giré el pomo de la puerta y entré con cautela, mirando los alrededores con atención. Era un despacho bien grande, lleno de fotografías extrañas y de pinturas abstractas. El piso era de madera, brillante, nuevo. La estancia olía a pintura y a cigarro. Y Kiko estaba sentado tras su escritorio, fumando y bebiéndose una copa de vino.

—Buenas noches. —Hacía un chingo que no saludaba tan formalmente a una persona, pero ese hombre parecía de mundo, educado y adinerado. Tenía algo que me incomodaba, que despertaba en mí unas ganas de querer irme de su casa cuanto antes—. Soy Ernesto Mireles, el amigo de Panco —me presenté, avanzando hasta él, tendiéndole la mano como si fuera un tipo decente. Kiko la estrechó enseguida, sonriéndome e invitándome a sentarme en una de las sillas situadas frente a su escritorio.

Nos quedamos en silencio; él fumando y bebiendo, y yo expectante, echándole un vistazo a los papeles amontonados que tenía apilados por todas partes.

—¿Qué edad tienes? —preguntó antes de darle un trago a su copa.

—Veinticinco.

El hombre asintió con la cabeza con lentitud, como estudiándome. Era alto y de ojos rasgados y pequeños. De tez trigueña y cabello canoso. Le calculaba unos cincuenta y tantos, si no es que ya los sesenta.

—Amigo de Panquito, ¿verdad?

Asentí.

—Sí. Me dijo que podía pasar la noche aquí porque se presentó un problema en el barrio y estoy bajo libertad condicional —expliqué.

Kiko se acodó sobre el escritorio, con el ceño ligeramente fruncido. Las mangas de su costosa chaqueta de marca se deslizaron un poco, dejándome ver un tatuaje en su muñeca izquierda, oculto parcialmente por un carísimo reloj de oro.

—A ver, cuéntame cómo estuvo eso. —Me le quedé viendo con cierto recelo. No lo conocía como para contarle mis cosas, pero él esperaba con paciencia a que yo hablara—. Anda, yo soy de confianza, ¿no te lo dijo Panquito?

Me relamí los labios y asentí.

» ¿Entonces? ¿Por qué no me lo quieres decir?

—¿De dónde conoce a Panco?

—Vamos a hacer una cosa, Ernesto —sugirió con aquella voz gruesa—: Yo te hago una pregunta, tú la respondes, y después será tu turno de preguntar lo que quieras. Ahora sí, dime, ¿qué pasó realmente para que terminaras aquí?

—Un cholo de la San Joaquín me está confundiendo con un vato de la Guillén. Piensa que el Téllez y yo golpeamos a su hermano hace dos meses, pero no puede ser porque yo acabo de salir de la pinta. Entonces me dijo que nos iban a caer en el barrio en la noche, pero como le digo, estoy a prueba, no puedo cometer ningún error.

—Pareces sincero —concluyó—. ¿Cómo se llama el cholo de la San Joaquín?

—Jorge. Pero yo no lo conozco, ni a él ni a su hermano la Posta.

Kiko le dio una última calada al cigarro y luego abrió un cajón para extraer una bolsita de plástico con cocaína. Sentí un hueco en el estómago cuando lo vi formar unas líneas con la ayuda de una tarjeta de crédito.

—Es tu turno —dijo antes de inclinarse un poco para inhalar desde una pajilla hecha con un billete enrollado—, pregunta lo que quieras.

—¿Cómo es que conoce a Panco? —insistí con lo mismo.

El caldero del chamuco [COMPLETA]Where stories live. Discover now