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Un mes después de la trifulca pasó y el Panco regresó un domingo por la noche, cargado de un montón de cajas selladas en una camioneta roja sin placas.

Para entonces el barrio había estado más tranquilo. Los guachos hacían rondines cada tres o cuatro días y los cholos andaban de bajo perfil, haciéndose tontos con una latilla de Tecate (4) en las banquetas, o luego otros se asomaban por las entradas de sus jacales con los ojos pelones y el fierro a la mano, por si las moscas.

Nadie estaba a gusto, el ambiente se sentía muy tenso; pero como yo tenía la conciencia limpia, puedo decir que hasta empezaba a darme gusto que vigilaran la SJ día y noche.

—Órale... —murmuré cuando la rata se bajó de la camioneta bien quitado de la pena, apagando el estéreo y sonriendo tan amplio como si no les debiera a los de Coppel (5)—, mira nada más quién llegó de noche...

—Oh, ya. —Chasqueó la lengua soltando una risita—. Pos un día tenía que volver, ¿no? Además, no te quejes, tú te tardaste cinco años en regresar y yo no te dije nada.

Se acercó a mí y me dejó un beso fugaz en la comisura de los labios.

—¿De quién es la troca?

—Me la prestó un camarada —respondió volviendo hacia la caja para extraer el material que cargaba.

—¿Qué tanto traes?

—Oh, ya hasta pareces chota con tanta pinche pregunta, güey; mejor ayúdame a descargar y meter toda la fayuca al cuartito de atrás.

No le hice más preguntas y solo me dediqué a guardar todas las cajas en el cuartito que le servía de almacén. Panco se veía diferente, estaba más relajado que de costumbre, muy sonriente y con un reloj nuevo en su muñeca izquierda.

Pronto se sentó a comerse los tacos que quedaron de la cena y destapó una caguama sin apartar su mirada del plato. Yo me le quedé viendo expectante, tenía muchas preguntas y no sabía por dónde empezar sin estresarlo.

—¿Con quién estuviste todo este tiempo?

—Con un camarada del otro lado. —Masticó sin voltear a verme, bañando en salsa picante el siguiente taco—. Luego te lo presento, es a toda madre el puto.

—Esa noche que me quedé en la casa de Kiko, como que me dio mala espina todo. Se nota que el viejo anda pesado, ¿no?

—Como todos aquí en Sonora —dijo, viéndome con un dejo de molestia—. ¿Por qué traes esa pinche cara de intriga?

—Necesito que me respondas muchas cosas —aclaré—, pero lo primero que quiero saber es en qué pedos andas metido, Panco.

Chasqueó la lengua antes de pegarle un trago a la botella prieta.

—¿Ya vas a empezar? Tú haz tu jale y deja a los otros trabajar a gusto, ¿no?

—La cosa sigue caliente aquí en el barrio, cholo —le advertí—, no estés jugando con fuego. Mejor háblalo conmigo y juntos vemos cómo le hacemos para salirnos del mitote.

—¿Cuál mitote? —preguntó ofuscado.

—Esos amigos tuyos: el Kiko, el camarada del otro lado, la troca nueva... Y a todo esto: ¿sabes quién se echó al Jorge y al otro cabrón que también le cortaron la cabeza?

—Nel, yo no sé nada —espetó.

—¿Fue tu camarada?

—Ya te dije que no sé nada, cholo. No me molestes, déjame tragar a gusto.

Era raro que el Panco y yo discutiéramos, por lo general él era un tipo tranquilo y chambeador, pero podía ver que las cosas estaban cambiando y no tenía que ser adivino para darme cuenta de que me estaba ocultando información.

El caldero del chamuco [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora