Aquella fría mañana del veinticuatro de Mayo, la noticia de lo ocurrido durante el crepúsculo no tardó en propagarse, y con solo ver sus rostros se apreciaba el pesar en los agentes policiales dentro de la jefatura. Muchos aún desconocían lo ocurrido, y a medida que el boca a boca se encargaba de ponerlos al tanto, esa extraña sensación, mezcla de rabia y tristeza, se hacía presente en cada uno de ellos.

Las banderas que ayudadas por la brisa con orgullo y propiedad flameaban cada día en la punta de los mástiles, se encontraban detenidas a media asta, pues no había brisa alguna que las moviera de su sitio actual, como si el viento quisiera de algún modo mostrar también sus respetos por el nuevo mártir.

Pese a los esfuerzos de los médicos por impedirlo, el joven cabo Emilio Rojas había emprendido un nuevo viaje, uno sin retorno, entregándose en aquel sueño profundo llamado muerte. Su cuerpo no pudo resistir las múltiples fracturas y heridas internas causadas por el accidente, pese a que los médicos lo intervinieron oportunamente al llegar al hospital.

Aunque la operación, que duró cuatro horas, fue catalogada de exitosa por los médicos, de igual manera su pronóstico era reservado, pues aún permanecía en estado crítico, por lo que las siguientes horas serían cruciales para su sobrevivencia. Sufriría un paro cardíaco del cual los médicos lucharon hasta el cansancio para reanimarlo.

Y pese a los esfuerzos por conseguir estabilizarlo, un segundo paro cardíaco se hizo presente minutos más tarde, lo que terminó por arrebatarle la vida a las 05:54 de la madrugada, sin que los médicos pudieran hacer nada para apartarlo de las garras de la muerte, quien reclamó la vida del joven agente que apenas tenía veinticuatro años.

Al dar las 08:00 de la mañana, el teniente abría una de las cajoneras de su escritorio y extraía una pequeña llave, se reincorporaba de su silla y se dirigía hacia el mueble donde estaba la cafetera, el que contaba con un par de puertas en su parte inferior. Puertas que llevaba tiempo sin abrir, pues tras ellas guardaba una charola con seis pequeños vasos y una botella de whisky. El sargento se levantaba en el acto, ya que sabía lo que ocurriría.

Con tranquilidad tomaba la charola y la depositaba sobre el mueble antes de tomar la botella y abrirla. El contenido en su interior ya iba a la mitad, y a la mente del joven sargento venía el recuerdo de la última vez que aquella botella había visto la luz, hacía dos años atrás, mientras observaba al teniente tomar un par de vasos y verter en su interior el licor.

Por aquel entonces estaban tras los pasos de un peligroso mafioso de nombre Homero Vega, quien llevaba años dedicado al tráfico de personas. Por cerca de dos años estuvieron investigando su red de tráfico, logrando salvar las vidas de innumerables personas. Hombres, mujeres y niños eran víctimas, siendo explotados de diferentes maneras. Los más jóvenes, sin importar el sexo, eran vendidos en el mercado negro para ser esclavizados.

Hombres y mujeres eran explotados en la elaboración de diferentes alucinógenos en la red de laboratorios clandestinos con la cual contaba su organización, y en gran medida a la vez, eran vendidos para la extracción de sus órganos y la prostitución. El día en que por fin lograron desbaratar sus operaciones y darle captura en su lujosa mansión a las afueras de la ciudad, no solo el teniente Espinoza y el sargento Meza fueron parte de la operación, sino también el teniente Sixto Pérez, entre otros nombres.

Por desgracia tuvieron que sufrir importantes bajas. Dada la magnitud del operativo que se llevó a cabo, fueron muchos los agentes policiales que tomaron por asalto el lugar, y en el fuego cruzado entre la policía y los criminales que resguardaban la seguridad del peligroso mafioso, tres agentes perdieron la vida. Uno de ellos era un joven que apenas hacía dos semanas había subido de grado, el cabo Tomás Pérez.

El Carnicero del Zodiaco (EN EDICIÓN Y DESARROLLO)Where stories live. Discover now