27. Las familias funcionan si hay amor, aunque compren hilos o cosan botones.

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Después de que Ivan se fuera, el agobio que sentí fue tan grande que me encerré en el baño con la excusa de ducharme, aunque, en realidad, lo único que necesitaba era estar solo

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Después de que Ivan se fuera, el agobio que sentí fue tan grande que me encerré en el baño con la excusa de ducharme, aunque, en realidad, lo único que necesitaba era estar solo. Me desnudé, me metí bajo el chorro de la ducha y observé como el agua templada limpiaba los rastros de sangre seca de mis brazos. Mientras, sopesé las probabilidades de que mi padre cruzara la puerta hecho una furia y me arrastrara a gritos hasta su casa. Si eso sucedía, lo que pasaría después sería que recibiría la paliza de mi vida. A decir verdad, la idea no me asustaba, pero la incertidumbre me provocaba una angustia insoportable.

Mentiría si dijera que sentía lástima por mi madre, ya que mi padre descargaría toda su rabia contra ella cuando Ivan les comunicase que quería quedarse conmigo. No, no sentía ni un poco de pena por Ada porque el sentimiento no era recíproco; no se compadecía de mi situación, ni se detenía a reflexionar sobre el nivel de sufrimiento que debía estar soportando su hijo de diecisiete años para acabar sucumbiendo a comportamientos destructivos. Ella no veía en mis problemas una llamada de auxilio, sino un motivo más para compadecerse de sí misma.

Cerré los ojos y dejé escapar un largo suspiro. Mi mente regresó entonces a la imagen del señor Rigel caminando en dirección a mi casa. Me pregunté por qué ese hombre poseía una terquedad tan desmedida, por qué estaba convencido de que lograría acogerme bajo su techo y en qué se basaba para creer que una decisión temporal como esa me ayudaría a mejorar mi salud. Si me encontraba atrapado en un pozo sin fondo, resultaba imposible hallar una cuerda para subirme a la superficie, por lo que su lucha era en vano.

Para mí nada valía la pena, ni siquiera la vida.

—Biel, ¿puedo entrar?

La voz de Karlen, tranquila y amable, irrumpió en mis pensamientos. Entreabrí los ojos con dificultad a causa del agua que caía por mi rostro y me encontré rodeado por una cortina traslúcida, empañada de vapor. No le respondí y él interpretó ese silencio como un permiso para que entrara.

—Te traigo ropa limpia —me explicó una vez dentro. Seguí con la mirada su figura negra y borrosa caminar por la diminuta estancia—. Quizás te quede un poco pequeña, pero eso es mejor porque hace mucho calor, ¿no crees?

Su pregunta alegre, ajena a cualquier rastro del veneno que salpicaba mi mente, me provocó un mareo. Bajé la vista a mis manos y me percaté de que entre mis uñas seguía habiendo rastros de sangre seca. Fue ese mísero detalle el que me removió no solo las entrañas, sino la conciencia. Sin mediar palabra, corrí la cortina para salir de la ducha, me arrodillé frente a la taza del inodoro y comencé a vomitar.

—¿¡Biel!? —exclamó el chico acercándose por mi espalda—. ¿Estás bien?

Obvié su pregunta, expulsé lo poco que tenía en el estómago y me froté los ojos con el dorso de las manos. De pronto, noté como me cubría el cuerpo con una toalla grande.

—¿Estás mejor?

—No sé, vete —le espeté tras darle un codazo para que quitara sus manos de mis hombros.

Los monstruos no existen en el cielo.Where stories live. Discover now