24. Las garras de un monstruo peligroso pero intangible.

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A Nikolai siempre le gustó ser el centro de atención

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A Nikolai siempre le gustó ser el centro de atención. Se ponía muy nervioso si nadie le hacía caso; una peculiaridad de su personalidad que a veces me exasperaba. Recuerdo que, el año anterior, un chico de nuestra clase se tropezó cuando jugaba un partido de fútbol, cayó hacia atrás y se clavó los dientes de un compañero en la nuca. El resultado de aquel incidente fue bastante macabro, la verdad; incluso su camiseta quedó teñida de sangre. El caso fue que todo el mundo se dedicó a hablar de lo sucedido durante días, detalle que no le gustó nada a Nikolai, que terminó dándole una paliza a un idiota un año mayor que nosotros solo para que volvieran a hablar de él. Sin embargo, ese afán de protagonismo no significaba que el resto del mundo le resultase indiferente, en absoluto. De hecho, otra de las cualidades que caracterizaban a Nikolai, además del de ser un presumido, era que, cuando te ponía un ojo encima, no había manera humana de que te dejase en paz.

Pues eso mismo estaba sucediendo en ese instante. Caminábamos por el sendero del río Vorhölle y él llevaba más de diez minutos mirándome de reojo sin decir nada.

—Deja de mirarme tanto, bastardo, ¿es que acaso te gusto o qué?

—Ja, ya quisieras tú, pecoso —me espetó tras una corta carcajada—. Es que llevo un buen rato dándole vueltas a un tema: ¿qué tipo de imbécil tiene como mascota a una paloma? Entonces te miré y pensé: ah, sí, el imbécil de Biel.

—Que te den.

—Deja de hablarme de tus fantasías, ¿quieres? —Rodé los ojos como respuesta; menudo humor más raro tenía Nikolai ese día—. Pero ahora en serio, en realidad sí estaba pensando en tu mascota. En tu paloma, me refiero.

—Es una tórtola.

Frunció mucho el ceño al escuchar esa última palabra. Después, se frotó debajo de la nariz con el dedo índice.

—¿Qué corcho es una tórtola?

—Es una... —Me detuve al darme cuenta de que no sabía cómo explicárselo—. Déjalo, no lo entenderías.

—Perdóname, zoólogo.

—Ajá.

—Pues como te decía: que el otro día me acordé de tu mascota.

—¿Por qué?

—Es que el sábado fui a casa de mis abuelos. De los padres de mi madre, me refiero —se apresuró en aclarar—; los de mi padre están muertos, no sé si sabes. —Asentí. No lo sabía, pero era irrelevante—. Pues a la tarde mi abuelo me llamó para que le ayudase a atrapar a una de las gallinas que tienen en un cobertizo. Atrapé a la más lenta y vieja y se la di. Él llevó al bicho afuera, la tumbó sobre un tocón y le rebanó el cuello con un cuchillo oxidado. La gallina se pasó veinte minutos tirada, manchando la tierra de sangre mientras aleteaba cada vez más despacio hasta que al final dejó de moverse. Fue un espectáculo horrible. Muy horrible. —Tragó saliva y luego concluyó—: pero la cena estuvo buenísima.

Los monstruos no existen en el cielo.Where stories live. Discover now