1. El corazón de la muerte (1)

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Las dos agotadas esferas de tono pardo saltaron de su diario al monstruo, y viceversa, en unos tres sagaces golpes de mirada. Podía terminar de escribir la última palabra de su escritura diaria... o ir a partirle la cabeza a ese endemoniado y repugnante ser.

Ambas eran tentadoras, y si no hubiese sido por el hecho de que eran altas horas de la noche, estaba cansado, y que había pasado las últimas semanas atravesando carreteras desiertas de civilización, rutas atestadas de cadáveres ambulantes y extensos kilómetros de viaje para por fin llegar a los límites de una ciudad en particular...

Quizás hubiese decidido ir derecho y sin resoplar a pegarle un buen tiro entre ceja y ceja a esa abominación, pero resolvió que por escribir una mísera palabra más no cambiaría gran cosa.

Y ese fue su error.

¡Crack!

Su oído escuchó el sonido del cristal haciéndose pedazos...

Su rostro sintió el filo de cada diminuto fragmento de vidrio rozándole...

Su semblante mutó a una expresión de cejas que se dispararon hacia el cielo y una apertura casi exagerada de su boca...

Sus ojos percibieron esas dos manos pútridas invadiendo su espacio personal y buscando sujetarle a toda costa...

Y entonces, cuando aquella criatura logró pasar la mitad superior de su cuerpo por la abertura de la ventana, cuando la pestilencia de su garganta invadió todo el interior del vehículo, cuando la distancia entre la sabrosa piel tostada del muchacho y las fauces del monstruo ya era nula... el monstruo le mordió.

Aquellos dientes amarronados se cerraron como una prensa hidráulica; desgarraron la corteza y siguieron con el interior sin compasión. El monstruo tironeó con fuerza hacia atrás, sin destrabar su mandíbula, hasta que el cuerpo se partió en dos trozos.

Las hojas del diario volaron por el interior de la camioneta, anunciando, con su silencioso deslizar en el aire, el penoso fallecimiento de una buena y querida libreta: su diario.

—¡Noooo! —gritó el joven, observando con pena y frustración manifiesta, la única hoja sana en su mano. Aquella que había escrito hace solo un minuto. Y entonces, la furia se manifestó en su ser—. ¡Hijo de...!

El movimiento fue veloz, preciso y contundente: de la funda, a la cabeza de la criatura... y la boca de una pistola aulló la balada de la muerte.

El disparo echó hacia atrás al monstruo y su cuerpo se desplomó en mitad de la calle. Aunque la ira interna que sintió por haber perdido un objeto tan valioso para él, no se apaciguó con un simple disparo. Todavía podía hacerlo sufrir un poco más.

Había una palanca con una punta plateada y redondeada en medio del panel central del vehículo que tiró hacia atrás para destrabar la puerta automática de la casa rodante. Se escuchó un leve chasquido metálico al hacerlo. De tratarse de un vehículo normal, la apertura hubiese sido completa, pero en el caso de este, la puerta solo se abría hasta la mitad, por lo que siempre tenía que empujar el resto para poder pasar.

Con paso firme y una mirada desafiante, el joven descendió los dos escalones de su humilde morada sobre ruedas. Su cabello negro azabache era corto, pero que solía estar despeinado y rebelde, como si se negara a ser domado. Sus ojos pardos brillaban con intensidad, mostrando una determinación inquebrantable.

Llevaba puesta una ropa desgastada por un uso constante y un lavado casi nulo. Una camisa de jean vieja de un tono gris que cada día se iba acercando más al negro.

Sus pantalones estaban igual de gastados o incluso peor, y quizás podría parecer que llevar las rodillas rotas y al descubierto, con los flecos colgando, podría atribuirse a la última moda vigente del viejo mundo, pero la realidad era que las roturas se debían a una vieja y estrepitosa caída.

Al momento de cambiar sus pasos para rodear la casa rodante por el frente, decidió ajustarse el vendaje viejo que le cubría el brazo izquierdo; vendaje que ocultaba una herida que ya no dolía en la superficie, pero que continuaba escociendo en su corazón.

Al sopesar el cono de luz que irradiaban los faros delanteros del automóvil, corrió la corredera de su arma, preparándola para un nuevo rugido.

Su pistola era una versátil Beretta. Un arma suave y ligera que pese a su desgaste diario y a estar repleta de marcas a causa del uso constante, su particular teñido rojo en las piezas metálicas continuaba vigente, pero tornándose un poco más oscuro.

Empuñó el arma con seguridad, avanzó con una mirada enraizada en determinación y se detuvo cuando divisó a la criatura.

Le encontró retorciendo sus extremidades en el suelo y emitiendo unos quejidos guturales grotescos. El disparo había atravesado su cráneo de un extremo a otro sin mayor dificultad, y si esforzaba la vista lo suficiente, podía incluso percibir la sutil huella ascendente del humo que emanaba desde el interior del orificio.

Un tiro certero y mortífero para cualquier ser vivo, excepto para estos zombis.

El monstruo no se demoró en percibir su presencia y se revolucionó para intentar alcanzarlo. Sus pútridas manos golpearon el suelo para incorporarse con celeridad; su mirada se arrugó demostrando una ira impulsada por los más viles instintos asesinos y se abalanzó a gran velocidad hacia su presa.

Esta parte era lo que más detestaba de estos monstruos: su aparente inmortalidad.

El joven retrocedió hasta ser envuelto por los reflectores del vehículo una vez más y sin apartar sus ojos de su persecutor. La criatura llegó unos segundos después, y al fin, pudo verlo en todo su esplendor.

Tenía un cuerpo delgado, con retazos de piel arrancada y alguno de sus cabellos le cubrían el rostro, aun así, podía apreciar con extrema claridad el tono grisáceo y sin vida que expresaban sus ojos.

Siguió retrocediendo, inspeccionado con suma atención cada detalle del organismo de la criatura. Este solo llevaba unos pantalones hechos añicos y el torso al descubierto, así que fue sencillo encontrar lo que buscaba.

En un punto ubicado por delante del hombro, pudo ver una protuberancia sobresaliéndole de la piel. El joven ya tenía experiencia. Se había topado con este tipo de criaturas innumerables veces en su camino y sabía que todas compartían esta peculiar característica.

La protuberancia parecía estar formada por una membrana de aspecto viscoso del tamaño de una manzana, que por lo general presentaba un color negruzco-grisáceo. Enraizadas a ella, latiendo de forma coordinada y pausada, un intrincado surtido de venas gruesas se desperdigaban, entrelazándose a lo largo del organismo, para esconderse en el interior de su putrefacta y rugosa piel.

Algunos llamaban a esa pestilente protuberancia, el corazón de la muerte.

Esta vez había tenido suerte y encontrarlo había sido sencillo. Aunque eso no solía sucederle con frecuencia. Apuntó la pistola hacia el frente, directo hacia el corazón... y disparó.

Esta vez sí, arrebatándole la vida.

Zeta: El señor de los Zombis (Reboot)Where stories live. Discover now