Se acercó un poco, con cautela y con cierto sentido de alerta.

Solté un sonoro suspiro antes de beberme mi agua de golpe. Pero, aún así, sentía la garganta reseca.

Sabía lo que me diría. Me lo sabía de memoria, pues me solía abrazar a la incomprensión de sus palabras siempre que ella tenía oportunidad de soltar comentarios despectivos sobre lo que en realidad me atormentaba.

Me apresuré a tomar otro. Intentaba mirar a cualquier punto de la cocina que no fuese a parar a su cara.

—Mamá tiene razón. —dijo en voz baja —. Deberías olvidarla.

Negué con la cabeza. No estaba hablando en serio, ¿verdad?.

Por más que lo intentaba, no podía. No encajaba conmigo. No estaba en mí. Trataba y no podía...

Como si ella ya formara parte de mí. Siempre fue parte de mí. Siempre lo fue y siempre lo será.

—No puedo —contesté con simpleza.

—Sí puedes, pero no quieres —replicó ella con mal tono —. ¿Sabes cuál es el problema? ¿Cuál es TU problema?. Que te sientes demasiado atado a algo que nunca te sostuvo y a algo que pasó hace mucho tiempo, Liam.

Solté una risita amarga.

—Déjenme en paz de una buena vez, entonces. ¿Por qué cuando me miras en lo primero que piensas es en ella? No puedo olvidarla. No puedo. ¡Déjenme en paz de una buena vez! ¡Coño! —exclamé levantando mi voz, pero no importaba.

Sabía que a Ágatha no le gustaba que le hablase así —tampoco era mucha educación de mi parte —y el agarre de mi mano sobre el vaso disminuyó... Casi inseguro.

Ella me miraba con esa chispa de desconcierto, fijeza y enojo incrustados en la cara.

Abrí la boca para decir algo, mierda, no debí haberle dicho nada. Pero ella tampoco lo entendía. Pero, una presencia femenina inundó la sala.

—La señora Roth dijo que les avisase que la cena está servida. —dijo Annie, la chica que trabajaba  para nosotros.

Giré sobre mi eje, mirándola. A lo que ella se intimidó un poco.

—Gracias por decirlo, Annie —pronuncié, intentando sonar amable —, pero no tengo hambre, ¿puedes decirle a mi madre, por favor?.

Ella asintió con lentitud, retirándose. Mi atención se centró en Ágatha de nuevo, quien estaba mirándome con esa mueca de decepción obvia en el blanquecino rostro y con la chispa de tristeza brillando en sus ojos esmeralda.

—¿¡Qué coño?! —inquirió, alzando la voz, como yo anteriormente había hecho.

Di un tumbo sobre la mesa, enfadado. Ella sabía perfectamente que no me gustaba que me reclamaran, ni que me recordaran lo que tengo que hacer o no, pero, sobretodo: no me gustaba que me preguntaran.

Sí, ella era mi hermana y se preocupaba por mí, pero yo aún así no lo entendía

Ella también sabía que, a pesar de que ocho de cada diez palabras de mi vocabulario fueran palabrotas, no me agradaba que ella las pronunciara. Le quitaba la pinta de hermana inocente. Pero, en estos momentos, nada importaba.

Lo único que veía a mi alrededor era una nube roja por la rabia que sentía.

Yo sólo quería a alguien que me entendiera. Una mamá que me entendiera, que me viene llorando y no me gritase cosas como: ¿¡Cuál es tu berrinche ahora?!. Quería una mamá que no me dejara ahogarme en el dolor, que me diese un abrazo cuando me sentía mal, cuando me diese una recaída por el daño que ella misma me causó.

El Rostro Humano de Lucifer ©Where stories live. Discover now