No matarás

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—Que Dios esté siempre con ustedes; nos podemos retirar en paz— dictaminó el padre una vez que la misa había llegado a su fin.

Cada persona que se encontraba ahí sentada comenzó a andar a la puerta de la iglesia, entre cuchicheos y risas, hundidas en su propio mundo y su propia vida. Para este entonces el viejo hombre ya estaba dentro de la sacristía cambiando sus ropas para poder ir a casa a descansar, pues la noche había caído ya y parecía como sí las horas dentro del templo pasaran volando, trayendo consigo la soledad de las calles.

— ¡Padre Leonardo! —Exclamó una de las catequistas, golpeando con sus nudillos la puerta.

— ¿Qué sucede, Judith? ¿Puedo ayudarte en algo? —Respondió él pacientemente.

— Siento mucho molestarlo, pero ya todas las muchachas se fueron y mi viejo me acaba de avisar que mijo el más pequeño acaba de enfermar gravemente, necesito irme pronto para buscar un curandero y...

— No pierdas más el tiempo y retírate —la interrumpió con una amable voz —. Solo por esta vez cerraré yo las puertas del templo.

— ¡Dios lo bendiga, Padre! —Expresó agradecida — trabajaré el doble cuando mi niño se ponga sano. —finalizó mientras su voz se escuchaba cada vez más lejana.

Una vez que los pasos de Judith fueron apagados por el propio sonido de la soledad el padre Leo guardó sus últimas cosas; solo sintiendo aquella sensación de tranquilidad donde únicamente se encontró él y, a su creencia, la presencia de Dios.

Se encontró entonces frente a la figura religiosa más grande de aquel lugar; era Jesús de Nazaret en sus momentos de sufrimiento cuando fue crucificado, frente a esta figura brillaba con intensidad una veladora, dando un poco de calor a las manos y corazón del padre que agradecía por aquella noche de trabajo.

— En nombre del Padre — Las yemas de sus dedos rozaron su frente —. Del Hijo — su mano toco su corazón —. Y del espíritu Santo — Completó la cruz tallada en su torso —...

— Amén — Respondió una segunda voz, suave y dulce, pero desconocida.

Dio un respingo por la aparición repentina, solo pudiendo voltear rápidamente para ver de quien se encontró, sin embargo en un descubierto y por la rapidez de su acción, la llama de la veladora terminó por apagarse, dando paso a una oscuridad perturbante.

Tanteaba con sus manos la mesa en busca de unos fósforos, pero se vio interrumpido por un pequeño punto de luz; una vela al fondo del templo, justo en las puertas de la iglesia.

Este intentoba hablar, pero el nudo en su garganta comenzaba a pincharle como si de mil agujas se tratase, a causa del miedo solo pudo quedarse estático en su lugar viendo como dicha luz comenzaba a avanzar; paso a paso, poco a poco.

No existía ningún tipo de ruido más que el de unos tacones que hacían eco dentro del lugar.

El padre, aún en busca de una salida o explicación, entrecerró los ojos forzando la vista y solo entonces pudo darse cuenta del lugar al que la persona se dirigió; el confesionario. Por dentro se sintió tonto, quizás solo era una persona atormentada por un pecado y que quería sentir consuelo y

paz en manos del señor todo poderoso, así que aún sin hablar solo dirigido sus pasos al mismo lugar que la luz, usando piernas y brazos para guiarse. De esta manera, él también se hundió entre la tenue luminosidad y la presencia frente a él.

— Ya ha cerrado el templo, hija mía — Explicó de forma tranquila, como siempre lo hacía.

La mujer no habló y en respuesta a sus palabras se hincó en el cojín y aun sosteniendo la vela, unió ambas palmas, esperando expectante. El padre soltó un suspiro y sin poder decir no, tomo asiento también, cediendo ante tal deseo.

— Ave María Purísima...

Un silencio se hizo presente a lo cual, algo confundido, vio de reojo a la mujer.

— Sin pecado concebida... Padre Leonardo — Respondió finalmente.

Su voz podría resultar tan inverosímil que le daba escalofríos, pasó saliva y esperó a que aquella extraña persona terminara por confesarse para así poder marcharse de ahí. Era la primera vez que sentía temor dentro del templo.

— He asesinado a sangre fría — confesó la misteriosa chica.

El padre jamás se esperó tal confesión, su corazón se detuvo un momento y en su estómago sintió un vacío sepulcral. Había escuchado antes de tales confesiones dentro de la religión, pero ni en sus más horrendas pesadillas imaginó que algún día podría llegar a pasarle tal hecho.

— Mate a más de cien — continuo —. Y torturé a otras más.

Para este punto el cuerpo del padre le reclamaba de manera intensa escapar de ahí, sin embargo mantuvo su postura y enterró las uñas en la madera en la que reposaban sus manos.

— Até con una soga a las hermanas Levina y Lavinia, mientras a Artemisia la torturé hasta que me aburrí —prosiguió con una voz fría y sin emoción.

El padre Leonardo respiraba entrecortada, su frente y sus palmas sudaban, plasmando el terror propio de su misma mirada.

— Finalmente, le prendí fuego a Mary —concluyó.

Algo había dejado helado al padre, paralizado sin poder hablar, moverse o si quisiera respirar y era que, de un momento a otro, esa suave voz se convirtió en una más grave y áspera, pero lo que le hizo casi perder la conciencia fue que aquella voz no era ni más ni menos que la suya.

Sacó valor de donde no había y volteo la mirada, encontrándose cara a cara con su perdición; era el rostro de Jesucristo que con cuencas vacías y lágrimas sangrientas extendía su brazo, logrando apresar su muñeca. Leonardo retuvo lágrimas, no podía llorar, no porque no quisiera, sino porque algo dentro de él no se lo permitía. Este ser jaló con una fuerza sobrenatural al padre logrando tumbarlo, lo arrastro y amarró a una silla. De nada serbia luchar, pues por mucho que lo intentara, no conseguía ningún tipo de resultado.

Las puertas de la iglesia fueron abiertas y, una por una, fueron pasando mujeres con vestidos y velos negros, sosteniendo la misma vela que había visto al inicio. Algo que podía agradecer era que la figura de Jesucristo ya no se encontraba ahí presente, pero el miedo y el pánico todavía hacían retorcer sus tripas.

Las mujeres lo rodearon en un círculo y en unísono comenzaron a recitar cada pecado capital en voz alta, con dureza.

— Venimos del infierno, para ustedes somos hijas de Satanás —explicó una de ellas.

— Venimos del noveno circulo, venimos a cobrar — continúo otra más.

— Ustedes nos condenaron dos veces. Aquí arriba ardimos y abajo nos ahogamos en un frío doloroso, fuimos devoradas, morimos más de una vez, y gracias a eso estamos aquí, porque sin muerte no existe un renacer. Sí, nosotras somos hijas de Satanás y no pensamos perdonar.

Un fósforo calló a sus pies, comenzando a encender en fuego su propia ropa. Gritó, maldijo, suplicó, lloró, pero como era de esperarse, nada funciono. Sin opción tuvo que tomar de la mano a la muerte, resignarse a su destino, pues era lo único cierto en la vida de todo mortal, un final que aunque esperaba fuera distinto, ya se asomaba irrumpiendo su vista, junto al humo que descubrió su propio cuerpo inerte.

Cada parte de su piel se derretía con el calor del fuego, y para aquellas brujas era como un sabor dulce en el paladar; Veían arder a Leonardo Peruzzi, el asesino de sus hermanas.

Su cuerpo yacía calcinado y su piel ya no lograba verso, dejando solo a la vista un esqueleto carbonizado.

Quinto mandamiento; No matarás — Habló una mujer esbelta. Quitó el velo de su rostro y dejó ver su cara; era Judit.

Sonrío, no con malicia, sino con gratitud. Finalmente eran libres de aquella maldición, finalmente ella y sus hermanas podrían descansar e ir al más allá.

El quinto mandamiento [Cuento corto]Where stories live. Discover now