—Lo entiendo perfectamente. Y, descuida, no le haré daño.

Trato de que mis palabras denoten la sinceridad con la que he querido expresarme. Callo a la espera de que Aurelio me permita llegar hasta su hija o, en su defecto, me haga regresar por donde he llegado.

La impaciencia está a punto de superarme.

Muy despacio, veo que Aurelio asiente y yo, en un acto reflejo, bajo el rostro para que no se dé cuenta de lo nervioso que me siento.

—Está al fondo del jardín —oigo que dice. Levanto la cabeza y lo pillo con su dura mirada clavada en mí—. No hay manera de que no la encuentres.

Doy un paso hacia atrás y luego otro más antes de dar media vuelta y salir de allí tan rápido como puedo.

No aguardo a que me indiquen por dónde llegar al jardín. Atravieso el salón y salgo por la amplia cristalera en la que ya había reparado antes.

Por unos instantes me sorprendo por lo amplio que parece. Es una zona verde muy bien cuidada e inesperadamente extensa. Tras la explanada, donde están ubicados unos sofás para relajarse en torno a una mesa baja, parte un angosto camino de pequeños adoquines que crujen a mi paso.

El corazón late en mi pecho como si hubiera corrido una decena de kilómetros y no dado unas simples zancadas. Me adentro en el jardín mientras miro inquieto a mi alrededor buscando a la mujer que se ha adueñado de mis sueños.

Apenas he caminado un minuto cuando me detengo en seco: al fondo, el césped adornado por bonitos y cuidados arbustos y parterres de flores se despeja para desembocar en una terraza, de unos cien metros cuadrados, en cuyo perímetro hay instalados varios bancos de hierro fundido. En uno está sentada ella.

Siento que el pulso se me dispara, al igual que me pasó cuando la vi por primera vez en aquel cementerio. En ese momento me empeñé en enmascarar el interés que me despertaba; a fin de cuentas, era la hija de mi principal sospechoso, pero está visto que mi corazón y mi cabeza no atienden a las mismas razones. Nuestros encontronazos iniciales, incluida la ocasión en que se paseó desnuda frente a mí en su apartamento, y, luego, nuestras conversaciones han hecho que se afiance dentro de mí como si no quisiera marcharse nunca, sosteniéndose con garras y dientes. He fingido que no me interesaba; he creído que podría olvidarla si me lo proponía. ¡Qué iluso! Ya no tengo por qué hacerlo; ya no tengo por qué dar la espalda a mis sentimientos.

Fijo la mirada en el suelo mientras los latidos de mi corazón resuenan en mis oídos. Apenas tardo un segundo en volver a levantar la vista. Lo hago despacio y allí sigue, inclinada hacia adelante, como si quisiera abrazarse a las rodillas, que mantiene muy unidas. No puedo verle el rostro porque su melena, que cae por ambos lados, lo oculta casi por completo.

Aunque estoy deseando llegar a su lado, mis pies se niegan a dar el primer paso. ¿Y si no quiere verme? ¿Y si mi presencia aquí la incomoda? ¿Y si...? Demasiadas preguntas para las que no tengo respuesta y eso no me gusta.

Me paso la mano por el pelo y dejo escapar un ligero bufido. Pensaba que estaba seguro de lo que quería hacer, pero ahora...

«Sí que lo estás. Ahí está la mujer que no te deja dormir ni casi comer», me digo como un reproche. «¿Vas a irte sin hablar con ella?», oigo decir a una voz interior que me sacude.

Finalmente, doy el primer paso. Y, a partir de ahí, mis piernas no pueden detenerse hasta que estoy plantado a un par de metros de distancia.

Ella mantiene la mirada gacha. Tiene delante de sí un cubo de metal en el que, al parecer, ha estado quemando algo; el olor aún flota en el aire.

La Musa de FibonacciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora