—Me gustaría ver a su hija.

Mi petición lo toma por sorpresa. Lo veo alzar una ceja justo antes de reclinarse sobre el respaldo de su sillón y posar las manos ante sí sobre la mesa.

Me observa de arriba abajo y soy consciente del escrutinio al que me está sometiendo.

—Entiendo.

Miro hacia el exterior a través de la ventana. Da al amplio jardín que hay detrás de la casa. A simple vista parece bastante extenso, aunque no he podido comprobarlo por mí mismo. El sol de la mañana ilumina las hojas de los frondosos árboles y arranca de ellos alegres destellos que se contraponen con mi estado de ánimo.

Regreso la vista a Aurelio. No me ha quitado el ojo de encima y comienzo a sentirme algo incómodo.

Doy un paso hacia él.

—Entonces... ¿Eso es un sí o un no?

La mueca que aparece en el rostro del hombre, semejante a una sonrisa, ayuda a que me relaje un poco más.

—¿Te he dicho con anterioridad que me agradas, señor Tugler? Creo que tienes agallas y estás aquí para aprovechar esa oportunidad con ella que te ha surgido de la nada.

No puedo ocultar que sus palabras me repugnan. Aprieto la mandíbula y miro hacia un lado.

—Dicho así suena bastante rastrero, ¿no crees? —Olvido por completo las formas y paso a tutearlo, tal y como él ha hecho.

Aurelio chasca la lengua y gira su sillón de lado a lado.

—Pero es la realidad.

—No soy así. No...

—Oh, inspector, ¡déjate de tonterías! —exclama a la vez que eleva las manos hacia el cielo—. Que el novio de mi hija haya fallecido...

—Solo quiero ver cómo está ella —lo interrumpo. Y es la pura realidad. Sí, estoy enamorado como jamás pensé que podría estarlo. Ella se me presenta en sueños y aparece delante de mí en esos momentos en los que mi mente se evade sin rumbo fijo. Voy a volverme loco si no atajo esto de una vez.

Parece que Aurelio me cree porque su expresión cambia por completo. Esa sonrisa sardónica y algo pagada de sí misma se convierte en un rictus de preocupación. Sin más, el hombre se levanta. Lo hace con paso cansado y rodea el escritorio para acabar parándose delante de mí.

—¿Cómo crees que puede estar después de... lo que ha sucedido? —me pregunta. Su voz ya no es autoritaria y la preocupación y el dolor asoman a unos ojos que han visto demasiado en la vida.

Siento que mi cuerpo se tensa ante la pregunta y la mano libre, la que no sostiene el dosier, se cierra en un puño pegado a mi muslo.

—Por favor... Déjame verla.

Hace siglos que no le ruego a nadie, pero volvería a hacerlo ante Aurelio si eso me garantizase que puedo llegar hasta ella.

Los ojos de Aurelio se dirigen hacia los papeles que sostengo.

—Espero que no vayas a hacer ninguna tontería.

—No —contesto al punto, acompañando la respuesta con una negativa de mi cabeza—. Es... un regalo.

—¿Regalo? —La curiosidad del hombre es evidente, pero no voy a desvelarle nada sin antes hablar con su hija.

—Eso es.

—Quiero que algo te quede claro, Leo; no le hagas daño. Si se lo haces... —Su pausa hace que ambos tomemos aire casi a la vez—. Si se lo haces, tendrás que atenerte a las consecuencias. Sabes cómo las gasto y que nada me importa más en la vida que las personas que quiero. Y no hay nadie en el mundo a quien quiera más que a mi hija. ¿Entiendes lo que quiero decir?

La Musa de FibonacciOn viuen les histories. Descobreix ara