El delicado tejido de encaje cae sobre mis hombros y agacho la mirada, como si fuera una mujer de antaño que acaba de entrar a una iglesia y se inclina ante su Dios. No puedo evitar sorprenderme por la puesta en escena de esta composición. Tampoco sé qué quiere representar Dan con ella. Me siento perdida y, a la vez, expectante.

Dan se entretiene en colocar cada pliegue de la manera en que quiere plasmarlo en las fotografías. La impaciencia me puede.

—¿Tienes ya un tema para esta última foto? —pregunto con la esperanza de que arroje un poco de luz a mi turbación.

Las manos de Dan se detienen. Su estado de unos minutos atrás parece haberse calmado, pero lo conozco lo suficiente para saber que esto solo es algo momentáneo y que, en su interior, la sangre bulle impaciente y rebelde.

—Sabes que eres mi musa, ¿verdad?

Asiento al instante.

—Claro.

Sus dedos se deslizan, perezosos, por uno de los dobleces del tejido. Lo hace sin mirarme, concentrado en su propio movimiento.

—Eres mi inspiración. Como lo fue la muerte para muchos de los artistas que me precedieron en el tiempo —comienza diciendo. Su tono de voz, algo introspectivo, hace que un escalofrío me recorra la espalda de arriba abajo. Toma aire y continúa—. La muerte hace que olvidemos los errores y eleva la belleza. Yo... Yo he cometido muchos errores, Shannon.

Trato de tomarle la mano, pero se escabulle antes de que pueda tocarlo.

—No digas eso.

Él vuelve a asentir, aunque no estoy muy segura de que me haya escuchado.

—La muerte ensalza lo más bello que tenemos, la vida. ¿Sabes que el negro no es un color, sino la ausencia de todos ellos? Del mismo modo, la muerte es la ausencia de la vida, y la ensalza precisamente acentuando esa ausencia. —Da un paso hacia atrás, toma la cámara de la mesa y apunta hacia mí con su gran objetivo—. Dame lo más bello que tengas, Shannon, y, a cambio, te daré lo más bello que tengo. No necesito verte, no es tu cara lo que quiero mostrar, sino tu alma. Déjala salir, flotar, déjame sentir todo eso que no es posible captar con la mirada.

De modo que por eso me ha tapado. Escucho el primer disparo, al que siguen varios más, en ráfaga. Trato de adecuar las poses mientras me muevo ligeramente. La luz es bastante tenue, pero asumo que él la prefiere así.

Dan se mueve a mi alrededor. Cambia de ángulo una y otra vez y continúa pulsando el botón como si la vida le fuera en ello. En un momento dado se detiene y, de improviso, se dirige hacia las cortinas y las descorre. La noche ha caído por completo y ha comenzado a llover, pero la luz de la calle entra por el amplio ventanal para bañar la habitación con un brillo cambiante y lúgubre, que percibo distorsionado por el velo que me cubre.

Me doy cuenta de que la aparente tranquilidad de Dan comienza a desaparecer, sustituida por la incipiente sensación de desasosiego que se entrevé en su manera de actuar y de conducirse. Se traslada de posición una y otra vez; dispara sin descanso.

Siento que me duelen las rodillas por aguantar la postura, pero no quiero decirle que estoy cansada. Han sido muchas emociones juntas hoy. Además, noto a Dan algo extraño. Seguramente, y para él con más motivo que para mí, esta sea su manera de exteriorizar la tensión de las últimas horas, previas a la exposición. Sin embargo, percibo algo raro a lo que no sé darle un nombre, algo que se me aloja en la boca del estómago...

Por fin, Dan deja la cámara sobre la mesa con tanto cuidado como si se tratara de cristal y fuera a romperse. Antes de acercarse a mí, me observa y siento que, con ese simple gesto, ya me está desnudando. Su mirada resbala por cada centímetro de mi piel, prendiendo a su paso la llama que siempre arde entre nosotros.

La Musa de FibonacciWhere stories live. Discover now