Sé a la perfección qué va a encontrar en ellas. Tengo que admitir que me molestó ver a mi hija mientras se besaba con un hombre, pero ella es una mujer adulta y sabe qué hacer con su vida. Yo solo puedo respetar sus deseos y usar lo que pueda en beneficio de los dos.

Los ojos del inspector pasan de una instantánea a otra. Fue una suerte que mi hija eligiera ese bar y se sentara en esa mesa en concreto, junto a la cristalera. Que Leo se encontrara con ella no fue más que un golpe del destino.

Se ha tomado casi un largo minuto en examinar todas las fotos. Hay más de una docena. En varias de ellas se están besando. En otras, conversan con cordialidad y en los rostros de los dos se puede apreciar que están disfrutando del momento. En otra, la mano de Leo cubre la de mi hija con posesividad mientras sus frentes descansan la una contra la otra.

Precioso. Y oportuno. Muy oportuno.

Con la misma parsimonia con la que se ha conducido hasta ahora, Leo vuelve a guardar las fotos en el sobre y lo pone sobre la mesa. Entonces, se reclina hacia atrás y cruza los brazos ante su pecho.

—¿Esto es un chantaje, señor Merchán?

Me encojo de hombros.

—Tómelo como quiera —respondo—. Pero tenga en cuenta esto: si hace algo en mi contra; si esa maldita investigación sigue adelante... olvídese de ella. Mi hija no va a consentir que su padre acabe en la cárcel, como yo no consentí que el hombre que abusó de ella y la violó siguiera pisando su mismo suelo.

Me doy cuenta enseguida de que mis palabras lo han tomado por sorpresa, porque se endereza al instante y arruga las cejas en un gesto de no comprender de qué estoy hablando.

—No sabía que Raül había abusado de ella cuando apenas era una niña, ¿no es cierto? —pregunto con dureza. Aún me cuesta pronunciar esas palabras y la bilis me sube por la garganta al recordar lo que el cabrón del hermano de mi mujer hizo a mi pequeña.

Lo veo alzar la barbilla.

—No, no lo sabía.

—Pues ya ve... El hijo de puta, que acabó como la rata que era, se aprovechó de mi pequeño búho. La tocó y la obligaba a mirarlo mientras se la machacaba. Luego se corría delante de ella.

Leo gira la cabeza hacia un lado al escuchar mis palabras. Tiene la mandíbula en tensión y la expresión de quien desea arrancar los brazos a alguien. Por unos momentos, deja de ser el policía que constituye una amenaza para mi libertad y lo veo como el hombre que está enamorado de mi niña.

—¿Por qué ha esperado tanto tiempo, si eso ocurrió mientras era pequeña? ¿Su hija no le contó nada? —pregunta él con la voz ronca y preñada de ira—. ¿Durante todos esos años no le dijo ni una palabra?

Niego antes de contestarle.

—No, no lo hizo. Durante todo ese tiempo, ella compartió mesa, fiestas y risas con su abusador. Escondió su dolor, sus lágrimas, y lo sustituyó por sonrisas por un solo motivo.

—¿Cuál? —Leo no puede esconder su curiosidad.

—Por amor a su familia.

—¡Eso es ridículo! —estalla él, revolviéndose en su asiento.

—Mi hija es la persona a la que más admiro en este mundo, ¿sabe? Ella tapó sus miserias por amor hacia mí, por salvarme. Para que yo no diera lo que se merecía a ese hijo de puta. Porque ¿qué habría hecho la justicia con él, Leo? Dígamelo.

Él aprieta los labios y toma aire.

—Lo habríamos puesto en la cárcel, Aurelio. Estaría en prisión, pudriéndose poco a poco.

La Musa de FibonacciWhere stories live. Discover now