—Tome asiento, por favor.

Hace lo que le indico. Aunque él sea policía y haya tenido entrenamiento psicológico, yo soy perro viejo; su postura me dice más alto que cualquier frase que pueda pronunciar que está incómodo y nervioso. Precisamente por eso lo he convocado en mi territorio; jugar en casa es un factor importante.

Me reclino en mi sillón y apoyo las palmas de mis manos en los reposabrazos con total naturalidad.

—Y bueno, inspector, dígame, ¿qué lo trae por aquí?

Los rasgos del hombre se endurecen un poco. Aunque soy de la antigua escuela y no comparto esas tonterías de ahora de que los hombres se digan unos a otros lo guapos que son, no dejo de reconocer que Tugler es un tipo bien parecido. Entiendo que mi hija se sienta atraída por él.

—Quería hablar con usted sobre la desaparición de Lisette Arenas.

—Y... ¿debería saber quién es? —pregunto con toda la tranquilidad de la que soy capaz. Por supuesto que sé quién es. Y si el inspector la está buscando, es que sus pesquisas han ido un poco más allá. Hice bien en pedirle al Argelino que la quitara de en medio.

—La mujer con la que, supuestamente, su cuñado tenía una relación. Ha desaparecido.

—¡Vaya! ¡Qué contrariedad! —Me inclino hacia adelante para reducir la distancia que nos separa—. Entienda lo que quiero decir, señor Tugler: no sabía nada de esa mujer antes y no sé nada de ella ahora.

Lo veo enderezarse en su asiento e imitar mi gesto. Veo dureza en su rostro, determinación, ganas de luchar. Este chico me recuerda a mí cuando era más joven, cuando quería comerme el mundo. Nos parecemos más de lo que pensaba.

En ese momento, del interior de su cazadora saca lo que parece un expediente e, inclinándose un poco, lo coloca entre ambos.

—Hemos hallado una relación entre usted y la desaparición de la señorita Arenas: unos billetes de avión a Nueva York, adquiridos por la empresa de Ahmed Brahimi, más conocido por el sobrenombre de «el Argelino». También consta el testimonio de Manuel Osuna, un ocupante ocasional del edificio en donde fue hallado muerto su cuñado Raül, que asegura que, y cito textualmente, «cuatro hombres vestidos con trajes de esos caros, como los que salen en las películas» los echaron de allí de malas maneras y se quedaron a solas con el difunto Raül. Esto ocurrió horas antes de que apareciera el cuerpo de su cuñado sin vida.

Trato de que el inspector no note cuánto me acaba de impactar la información que ha expuesto así, como si nada.

Nos mantenemos la mirada unos instantes. Veo dureza en sus ojos y también determinación. Me pregunto quién será el que acabe riendo último al terminar esta reunión.

—Sé que, de una u otra manera, está detrás de esto, señor Merchán —continúa el inspector, alentado sin duda por mi silencio—. Solo queda que excave un poco más y desenterraré toda su mierda.

Muy despacio, tomo el informe y le echo un vistazo por encima, sin detenerme en nada en concreto. Sí, ahí están las copias de los billetes y también el nombre de la puta que se trajinaba al asqueroso de mi cuñado.

Cierro la carpeta y, con estudiada lentitud, se la acerco al inspector.

—Veo que está haciendo un buen trabajo, señor Tugler. —Omito su cargo a propósito y él se ha dado cuenta porque alza una ceja en un gesto interrogativo—. Pero... ¿cree que a mi hija le gustará saber que está poniendo en tela de juicio el proceder de su padre? —arremeto casi con dureza—. ¿Cree que podría volver a acercarse a ella si sabe que me está acechando?

Entonces, tomo el sobre de papel marrón de mi izquierda y se lo tiendo con la misma diligencia con la que él se ha manejado.

Su mirada me dice que no comprende nada, pero su curiosidad es más fuerte que su prudencia y lo coge. Con maneras comedidas, saca de su interior las fotografías que contiene. Son de la noche anterior. Tuve la suerte de que Leo me sirviera en bandeja mi siguiente ofensiva.

La Musa de FibonacciWhere stories live. Discover now