Con precaución, cruzo a la otra acera y me detengo ante la puerta principal del hotel. Es tal cual lo vi en las fotografías: acero pulido, cristal y neón que, dada la hora que es, comienza a brillar en la calle como un faro en la noche. Vuelvo a preguntarme qué hago aquí. La curiosidad me corroe, así que entro en la puerta giratoria y me dirijo a la recepción.

Allí doy el nombre de Dan y la chica, una bonita joven con un extravagante peinado y chaqueta de color plateado, me entrega una llave magnética.

—Habitación 1105, señorita —me dice con una amplia sonrisa en sus labios, delineados con un llamativo carmín rosa.

Con un gesto de la mano me indica dónde están los ascensores y hacia allí me dirijo. Una vez dentro, introduzco la tarjeta en la ranura. Las puertas se cierran con sigilo tras de mí y el ascensor comienza a subir. Por unos momentos había pensado que todo el interior estaba recubierto de espejos, pero enseguida me doy cuenta de que la pared posterior es una cristalera y puedo ver cómo las luces de la calle van quedando a mis pies conforme voy subiendo.

Un suave timbre me dice que he llegado al piso indicado y salgo al vestíbulo. Ante mí se abren dos pasillos, a derecha y a izquierda. Son idénticos; llenos de luces estratégicamente escondidas, decoración en acero y paredes adornadas con cuadros de temática futurista.

Camino hacia donde me indica el letrero y, a la vez que avanzo, una hilera de luces azules se va encendiendo a mi paso.

Llego frente al cartel de la habitación 1105 y, sin pensarlo mucho, introduzco la tarjeta en la cerradura electrónica. Un suave clic y una parpadeante luz verde me indican que se ha abierto.

Empujo con cuidado y asomo la cabeza por el hueco.

—¿Dan? —pregunto con algo de inquietud.

La puerta se cierra a mi espalda y atravieso un corto pasillo. Al fondo veo un panel corredero. Poso las manos sobre la superficie antes de empujarlo con cuidado.

Ante mí se abre la habitación de hotel más extraña en la que jamás he estado. Y lo es no solo por la decoración, acorde a todo cuanto he ido observando en el hall y en los pasillos, sino por lo que Dan ha llevado allí, porque tengo muy claro que todo eso no forma parte del mobiliario del hotel.

La cama, redonda y con una colcha de satén de un subido rojo escarlata, que debería ocupar el centro de la espaciosa habitación, ha sido relegada a un lado para dejar espacio a una voluminosa silla, similar a la que se puede ver en las consultas de los dentistas. Pero esta que tengo frente a mí está forrada en cuero plateado; da la sensación de que envolverá como una crisálida a quien se siente en ella. Está completamente extendida, lo que la convierte casi en una camilla acolchada que apenas se eleva a un metro del suelo.

Doy un paso hacia el interior y veo a Dan de espaldas a mí, enfrascado en preparar uno de los decorados.

—Dan.

Tan pronto como escucha mi voz se mueve con un fluido giro. Una sonrisa se prende al instante en sus labios. Está guapísimo, con el flequillo despeinado y ese brillo en los ojos que hace que no pueda dejar de mirarlo.

—¡Ya has llegado! —Se acerca a mí y me besa con efusividad en la mejilla.

—Claro. Me dijiste que estuviera aquí a las ocho. Y son las ocho.

Echo un vistazo alrededor. El abrigo de Dan descansa arrugado en una de las sillas... o en lo que creo que es una de ellas porque su intrincado diseño me hace sopesarlo unos segundos más de la cuenta.

Todo lo demás está en consonancia con la silla. Allá donde ponga la vista veo el toque futurista que el diseñador ha querido imprimir a todo el conjunto, con notable éxito, tengo que añadir. Me siento la protagonista de Metrópolis.

La Musa de FibonacciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora