—Sabes que eres mía, ¿verdad?

Asiento sin esconderle la expresión de deseo que se dibuja en mi rostro.

—Lo sé. Como tú eres mío y de nadie más.

Su vista resbala por mi cuerpo y se detiene en el triángulo en donde se unen mis muslos. Abro un poco más las piernas con una muda invitación a que me acaricie. Y Dan no se hace de rogar; se inclina sobre mí, pero dirige sus palmas hacia mis pechos y los aprisiona. Notar la rugosa piel sobre mis pezones ya excitados hace que me sacuda.

Dan los amasa sin delicadeza y yo me retuerzo de puro placer. Sin perder tiempo, sus manos bajan por mi estómago y mi abdomen para colocarlas entre mis muslos.

—Eres preciosa, Shannon. Y eres intensa; intensa y caliente como el fuego. Y yo... Yo quizá acabaré consumido por tus llamas.

Se arrodilla ante mí y sus dedos dibujan unas líneas imaginarias, suben y bajan una y otra vez descendiendo desde mi ombligo. Contengo el aliento cuando rozan los labios de mi sexo.

—Estás muy mojada, como a mí me gusta. Hace que quiera comerte entera. Beberme hasta tu última gota.

Me incorporo un poco y me apoyo sobre los codos para mirarlo.

—¿Y qué estás esperando? —lo instigo con un gesto de la cabeza—. Quiero ver cómo lo haces.

Dejo escapar un largo gruñido cuando Dan se abalanza sobre mí y su boca me engulle. Separa los pliegues aún más con sus dedos y noto cómo su lengua me asalta sin piedad. Me dejo caer sobre el colchón y me revuelvo al sentir la tensión del orgasmo que se avecina y que se agolpa en mi vientre como las ondas expansivas de una explosión.

Dan se detiene en ese momento y se inclina hacia mi cara apoyado en sus brazos extendidos.

—Si dejas de mirarme, paro —me dice mientras alza una ceja, con una expresión pícara que me quita el resuello—. ¿Quieres que lo haga?

—No —respondo con convencimiento—. Quiero que sigas.

—Entonces, ya sabes lo que tienes que hacer.

Vuelvo a incorporarme sobre los codos y, al instante, Dan regresa a su lugar, arrodillado entre mis piernas.

—¿Dónde estaba? Ah, sí. Creo que estaba... —Se acerca a mí y pasa la punta de la lengua por mi clítoris inflamado y hago un esfuerzo para que el latigazo que me recorre las entrañas no vuelva a desarmarme—. ¿Aquí?

Aprieto la mandíbula al notar su caricia y un estremecimiento recorre mi cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Tengo que aferrarme a las sábanas para no desfallecer y me ayudo de ellas para continuar mirándolo porque él no ha desviado sus ojos de mí. Me observa como un ave a su presa y yo me siento embrujada por la fuerza que me transmite y por ese brillo que puedo ver en ellos.

Advierto que mi temperatura comienza a subir; como si un río de magma ascendiera por mis piernas, recorriera mis muslos y se concentrara en el punto al que él está rindiendo pleitesía.

Me cuesta respirar y trato de hacerlo a bocanadas.

—Dan... —murmuro casi como un jadeo.

Su lengua me tortura; se pasea por mi carne con total impunidad. Dibuja, recorta, exige, entrega; me hace el amor con ella y, con cada pasada, estoy más cerca de ese orgasmo que casi puedo tocar con las yemas de mis dedos.

Advierto que se separa de mí unos centímetros y me mira con una expresión hambrienta. Lo veo relamerse con lentitud, regodeándose en el gesto. Su mentón brilla a causa de mis jugos, que resbalan por él, pero se los limpia con el pulgar con un gesto sexi que me quita la respiración y la cordura.

La Musa de FibonacciWhere stories live. Discover now