Capítulo 1

590 71 34
                                    

1 año antes

ELSBETH

Elsbeth siempre había tenido miedo de la oscuridad. Desde pequeña su mejor compañía cada noche había sido un candelabro encendido y si este se apagaba, la pequeña princesa lloraba hasta que una criada aparecía para prender de nuevo esa pequeña llama. La única capaz de calmar la ansiedad de la niña. Así que ante los ojos de los criados, las doncellas y la familia real, Elsbeth simplemente era una princesa caprichosa. Pero no era su culpa que el miedo a la oscuridad la paralizara, ¿Cómo culpar a alguien de algo que no puede controlar?

Además, a ella tampoco le gustaba cerrar los ojos durante mucho tiempo —solo lo soportaba para dormir y porque no tenía otro remedio— pues perder la visión la hacía sentir indefensa. Y una princesa, por muy delicada y sutil que pudiera ser, no podía permitirse estar indefensa.

Sin embargo, había momentos como aquel, en los que cerraba los ojos aún sabiendo la sensación que le producía en el pecho. A veces el sentimiento de miedo era mejor que abrir los ojos para la princesa del Reino de Oro. A veces, y sólo a veces, aquella joven necesitaba ser ajena a la realidad aunque fuera por unos segundos.

Elsbeth soltó un suspiro antes de comenzar a tocar el arpa de nuevo, acariciando las cuerdas con cuidado para que produjeran las notas deseadas. Aquellos sonidos eran su único refugio, los pentagramas se habían convertido en el lienzo de todo lo que pensaba y las melodías las únicas capaces de acompañarla durante días largos y vacíos.

Una voz de fondo interrumpió la melodía:

—Princesa, su padre la reclama. —Elsbeth dejó de tocar al instante y fijó su mirada en las cuerdas del arpa. No tenía que girarse para saber que era algún criado y su nombre poco le importaba. La boca de Elsbeth se secó y por inercia se levantó sin decir ninguna palabra. Revisó en una ventana su reflejo, asegurándose que su postura se mantenía regia, con su espalda recta y sus manos unidas pegadas a su estómago.

El silencio era la tortura y la salvación de Elsbeth cada día: había palabras que luchaban por salir pero que ataba en su lengua, comentarios a los que quería responder de manera mordaz o sarcástica, pero no sabía hacer ni una cosa ni la otra. Por otro lado, eso le permitía ser imparcial, eso le permitía que nadie supiera lo que pensaba. Elsbeth siempre había escuchado que las palabras eran las armas más peligrosas, pero ella pensaba que era el silencio. Porque las palabras puedes digerirlas, pero cómo digerir el silencio, ¿Cómo se puede digerir algo que está vacío?

Aunque claro, tampoco tenía sentido hablar de armas peligrosas cuando una guerra acechaba a la vuelta de la esquina (o al menos eso había escuchado en la corte). Por eso la ponía nerviosa que su padre la reclamara, porque ella sabía que él estaba reunido y que las mujeres no estaban invitadas a esas reuniones, así que solo quedaba una opción: necesitaba algo de ella. ¿No era acaso su único fin en el castillo? Servir a su padre y obedecer sus órdenes.

Los zapatos de Elsbeth sonaban contra el suelo y ella se había acostumbrado a ese particular sonido desde que tenía memoria. Nunca había sido una niña rebelde, más bien una chica obediente; pero había corrido por esos pasillos millones de veces mientras alguna doncella la perseguía. Después de todo, esos corredores la habían visto crecer, pero ahora con la monarquía en peligro y la princesa siendo solo una moneda de cambio en un juego de poder, dudaba que esos muros pudieran verla envejecer.

El castillo dorado era tan antiguo que nadie sabía su fecha exacta de construcción. Muchos pergaminos se quemaron o se perdieron y otros se habían deshecho bajo el peso de los años. Se habían llevado las vidas, los recuerdos y los momentos que otros reyes podían haber vivido allí.

Además a Elsbeth no se le escapaba la decadencia de aquel edificio. Aunque fuera una corte dorada y se viera perfecta desde fuera, desde dentro la visión era diferente. Pues más allá de las torres, encontrabas pasillos vacíos con bóvedas que hacían de una voz eco. Vacíos porque la edad dorada del Reino de Oro había pasado hacía siglos. Tampoco es que su casa estuviera en ruinas, había cuadros en los pasillos, algunos retratos suyos incluso, igual que alfombras largas y de colores cobrizos que habían sido un regalo no antiguo, pero que parecía de otro siglo, de otra época.

Promesas de PlataTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon