Capítulo 40: El gemelo malvado del Botija

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Tenía un librero bellísimo que ocupaba la extensión completa de pared del lado este; yo siempre había considerado un verdadero desperdicio que todos los volúmenes en él fuesen religiosos.

En la pared a espaldas del padre Molina estaban dos de las tres fotos que había en la recepción, pero la tercera no era su retrato sino una foto de la colocación de la primera piedra de la universidad, en la que el padre sostenía la piedra, otro sacerdote sostenía una pala, y detrás de ellos, se encontraba un grupo de diez Misioneros.

En esa misma pared, había unas ventanas diminutas, situadas en la parte más alta, por las cuales entraba apenas un poco de luz natural.

Estar ahí me hacía pensar invariablemente en El resplandor y en la ansiedad que Jack Torrance sentía durante su estancia en el Hotel Overlook; desde el momento en que ponía un pie en esa oficina, sentía como si estuviese a punto de dejar mi voluntad al mando de fuerzas siniestras.

Tomé asiento. El padre Molina caminó pausadamente hacia su vitrina.

—¿Agua? —Señaló el vaso con su mano derecha, y no pude evitar reparar en el enorme anillo de oro que llevaba en el meñique.

—No, gracias —Si algo había aprendido al leer El Conde de Montecristo, era que no debía aceptar de comer ni beber en territorio enemigo.

El padre se sirvió un coñac, se lo tomó de un trago y finalmente tomó asiento detrás de su escritorio.

—Estoy preocupado, Eva —Comenzó a decir, arrastrando sus palabras, haciendo su sermón tedioso desde el primer instante—. Si se tratase de cualquier otro alumno, no lo estaría tanto, pero tratándose de ti, no puedo permitir que las cosas continúen así.

Guardé silencio.

—He estado escuchando rumores —Su mano derecha se paseaba ligeramente sobre la madera de su escritorio; su vista acompañaba ese recorrido—. Al principio pensé que estas historias nefastas no eran otra cosa que un chisme, pero luego tuve una conversación muy seria con Camilo —Me miró para acentuar la gravedad del asunto—. Por lo que me dijo, él mismo presenció una escena muy desagradable en la que tu persona y tus elecciones... —Se aclaró la garganta—, tus gustos, o como prefieras llamarles, iban en contra de las reglas de Dios.

El padre hizo una pausa, esperando una reacción mía pero no la obtuvo. Se aclaró la garganta una vez más. Se retiró los lentes redondos, sacó el pañuelo que llevaba en la bolsa de su guayabera y comenzó a limpiarlos.

—La perversión es tentadora, Eva, pero nuestras decisiones en los momentos de debilidad son las que marcan la diferencia entre justos y pecadores.

Mis dedos apretaron con fuerza la madera del descansabrazos de la silla en la que me encontraba; mis dientes se sellaron unos contra otros con toda la fuerza de mi mandíbula.

—Estas tentaciones malvadas van a regresar en diferentes formas a lo largo de tu vida; Lucifer tiene muchos disfraces. Sin embargo, siempre podrás voltear los ojos hacia Dios y pedir fuerzas para resistir —El rector se colocó los lentes nuevamente—. Siempre que pidas Su ayuda, Él te la dará, Eva. Nuestro Señor te dará fuerzas, perdón y sabiduría —Hizo otra pausa.

Permanecí en silencio; mis entrañas ardían.

—Nunca es tarde para redimirte de tus pecados, Eva —Su voz, menos melosa que instantes atrás.

El padre se acomodó en su silla para quedar en la orilla de la misma y poder apoyar su peso sobre su escritorio.

—La homosexualidad es un pecado muy grave —aseguró, con voz profunda—. Yo puedo ayudarte a regresar al buen camino, si tú así lo deseas. ¿Te arrepientes de tus pecados?

—¿Estoy en confesión, padre?

—No —El rector parpadeó varias veces.

—Entonces nada de lo que diga será entre usted y yo, sino que será del dominio académico.

—Me conoces bien, Eva. Sabes que puedes confiar en mí.

—¿Puedo, padre? —Sentí mis cejas juntándose mucho—. ¿O mi respuesta va a acarrear represalias en mi contra?

—¿Quieres que esto sea una confesión? Tengo mi sotana aquí mismo —El padre señaló un gabinete cerrado con llave.

—No, padre. Solamente quiero saber hasta dónde llegarán las consecuencias de esta conversación. Si lo que quiere es la verdad, entonces aquí la tiene: no. No me arrepiento de nada.

El rostro del padre Molina se desencajó.

—Conozco mis derechos, padre —dije, modulando mi voz, fingiendo tranquilidad aunque estaba hecha un manojo de nervios y sentía que la voz se me quebraría en cualquier momento—. Si llega a expulsarme de la universidad porque mis preferencias sexuales van en contra de sus creencias, voy a armar un escándalo tan grande, que me van a escuchar hasta allá arriba —Levanté el dedo índice hacia el cielo.

—Tus amenazas son innecesarias —respondió el padre, después de recuperarse del microinfarto que le ocasionaron mis palabras.

—No es amenaza, padre, solamente le estoy asegurando que si mi negativa a arrepentirme por eso que usted llama «mis pecados», se convierte en catalizador de mi baja académica forzosa, sabré cómo defenderme.

—¡Escúchate, Eva! Estás más preocupada por tu futuro escolar que por el destino de tu alma.

—No tengo razones para preocuparme por mi alma, padre. Soy buena ciudadana, buena persona y buena estudiante...

—Y podrás ser muchas cosas más —El padre me interrumpió, irritado—, pero este pecado tuyo es más grande que esas virtudes y acarrea consigo muchas consecuencias. Le estás causando una gran pena a tus padres, a Camilo, a todos tus seres queridos... y a Dios también.

—Lo que yo haga con mi vida sentimental y sexual no tiene porqué ser asunto de ninguna de las personas que acaba de mencionar —Mi tono, a esas alturas ya era cínico.

—¿Y cómo no? —El padre estaba agitado—. Si estás corrompiendo lo más sagrado de una relación en pareja al sucumbir a las tentaciones de Satanás. Una relación en pareja debe ser pura, basada en el amor bajo la gracia de Dios; esto que haces es una aberración —Su tono, ahora rayando en la rabia—; es una burla a lo divino. Esto que haces no es amor, Eva: es perversión, lujuria, autocomplacencia que nuestro Señor repudia.

Sonreí. No había otra cosa que pudiera hacer ante tal cerrazón. Lo único que me quedaba era guardar silencio y contemplar con un poco de pena a ese hombre que influenciaba a cientos de mentes todos los días.

Mi inmovilidad le desesperó y terminó sacudiendo la mano derecha en el aire.

—Puedes regresar a tu clase; pero esta conversación no ha terminado —El padre se apretó los dedos de la mano derecha con la izquierda y luego los de la izquierda con la derecha, como si le dolieran—. Me preocupas, y no voy a abandonarte a tu suerte. Dios no ha perdido la fe en ti y yo tampoco.

Seguramente en su cabeza aquellas palabras sonaban casi heroicas, casi sabias; a mí me sonaron condescendientes e innecesarias.

Mientras caminaba hacia el aula para recoger mi mochila, comencé a preguntarme cuales serían las medidas que el padre Molina estaría dispuesto a tomar con tal de salvar mi alma. Supuse que Camilo y Ana podrían ser parte de su plan, pero no podía imaginar qué clase de ideas pasaban por su cabeza en esa batalla imaginaria contra Satanás.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now