Cartas en el olvido

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Llevaba una semana en preventiva por un delito que no había cometido. Mi abogado y mi familia estaban haciendo lo imposible, pero los recursos iban lentos, las pruebas estaban aportadas y esperábamos que el juez me dejara en libertad hasta que se resolviese todo. Pero ahí seguía...

Los primeros días habían sido un infierno; no paraban de acudir a mi cabeza pensamientos sobre qué hacía allí y, sobre todo, por qué. Era un ciclo continuo que me estaba volviendo loco; incluso me di cuenta en un par de ocasiones de que estaba hablando solo.

Para una persona extrovertida como yo, el aislamiento era muy duro. Tenía solo tres horas de patio con otros reclusos, nunca con más de cuatro, y veintiuna horas en, como decían aquí, el chabolo. Al principio, hasta que llegó el paquete de mi familia, no tenía de nada; me dejaron un libro de cocina creativa y debí de leerlo al menos cuatro veces.

Es lo que tenía estar en régimen FIES 3: me acusaban de colaborar con bandas organizadas por realizar supuestamente blanqueos de capitales para la mafia rusa en España. Yo era un simple empleado de un bufete de abogados, no entendía nada.

La policía pensaba que yo era una pieza clave de la investigación y la verdad es que no sabía nada de nada, ni siquiera sabía que el despacho tenía clientes rusos. Yo era un asalariado más, no era uno de los jefes.

Había diez celdas en mi galería, me había tocado la sexta. La mayoría de mis compañeros de galería eran FIES 1, los que habían tenido problemas en el módulo normal y habían sido enviados a aislamiento como castigo; algunos llevaban más de ocho años en este régimen. A veces los problemas vienen unos detrás de otros, aquí la ruina acecha en todas partes.

No eran mala gente, por lo menos conmigo. Me habían ayudado bastante y nunca les vi las caras a pesar de las largas conversaciones y nuestra relación vía carro. Como decía uno de ellos: «Aquí hay conciencia de preso, chaval, tenemos que ayudarnos unos a otros».

Un día, a la hora de la cena, vi que un funcionario repartía cartas entre los presos. Yo aún no había ni pensado en escribir o en que me escribieran, pero la verdad es que un poco de contacto con el exterior lo único que podía hacer era darme cierta estabilidad mental. Tras la cena, preguntaría cómo funcionaba la cosa aquí.

                                                                      ***

Abrí la ventana de la celda y toqué dos veces la pared de mi vecino de la derecha. Estaba como una tapia y le tuve que insistir varias veces.

—¿Sí?

—Manuel, soy yo, Víctor. ¿Qué tal la cena? —pregunté con amabilidad. La verdad es que le tenía cariño, era el que siempre estaba dispuesto a ayudarme y a responder mis dudas.

—Pues una puta bazofia, como siempre, bien lo sabes tú, cabrón, ja, ja, ja. Todavía estoy degustando las empanadillas con sabor a quemadas; es como dar un mordisco a un zapato.

—Manuel, ¿cómo se escriben las cartas aquí?

—Pues con papel y boli, en otro material quedarían raras.

—Qué gracioso eres, Manuel. Me refiero para enviarlas y demás.

—Pues con papel y boli, joder. Ja, ja, ja —hizo una breve pausa en la que tosió como un descosido y continuó—: Con sello, con remite y con destinatario. Apunta, que te dicto lo que hay que poner para mandarlo desde este módulo.

Me dictó el remite y me explicó que había que comprar los sellos en el economato, que las cartas se entregaban al funcionario justo después de cenar, cuando te recogían la bandeja. Los sobres y demás, tras gastarme varias bromas antes, me dijo que también se compraban mediante el peculio.

Historias de la cárcelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora