Un día más, un día menos

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Estábamos llegando a Soto del Real, había estado cincuenta y una horas en el calabozo antes de que el juez se dignara a llamarme a declarar. De allí me mandaron a prisión preventiva. Íbamos cinco en el furgón de la Guardia Civil rumbo a la prisión. El viaje, sumado al cansancio que ya arrastraba, me estaba consumiendo.

—¿Es la primera vez? —preguntó un hombre canoso de mediana edad mientras se acomodaba con dificultad debido a las esposas.

—Sí, es la primera vez que voy a la cárcel —dije con voz de resignación y enarcando las cejas.

—Yo llevo nueve años. He salido porque me chiné para que me llevaran al hospital. Necesitaba salir, aunque fuera solo un día.

—¿Chiné?

—Ja, ja, ja. Se nota que eres nuevo —afirmó haciendo un gesto con la cabeza indicando que le mirara los brazos esposados. Tenía dos vendas por encima de donde le sujetaban las esposas, una en cada brazo—. Chinarse es cortarse para salir de la cárcel y que te lleven al hospital. Normalmente, para intentar escaparse, pero, en mi caso, ya saben lo que quiero y ya es imposible.

—Vaya... —me quedé reflexionando sin decir nada más sobre lo desesperado que debía de estar para hacer algo así.

El viaje se me estaba haciendo pesado. No me apetecía nada hablar; los otros tres presos tampoco decían nada, ni siquiera cuando el hombre de mediana edad intentaba buscar conversación con todos. Apenas contestaban con monosílabos.

En el furgón había un olor denso a sudor concentrado; casi se podía mascar; tenía la sensación de tenerlo pegado al paladar. Llevaba más de dos días sin poder ducharme ni asearme, hacinado en un calabozo miserable; a pesar de ello, yo era el que mejor olía. Incluso uno de mis acompañantes parecía haberse orinado encima. El olor, sin duda, no era fruto solo de unos días sin ducharse.

Era demasiado fuerte, envolvente e intenso; era fruto de una dejadez palmaria de la higiene general, sin duda, fruto de la desidia vital que parecían mostrar. También me pasó por la cabeza la idea de que la furgoneta tampoco es que estuviera bajo una limpieza periódica para hacer más agradables los viajes.

—Bueno, ya estamos en Soto del Relax —afirmó sonriendo en cuanto llegamos a la puerta de la cárcel.

—...

—Veo que no hablas mucho, amigo. ¿Cómo te llamas? Por si volvemos a coincidir. Yo soy Raúl —dijo con una sonrisa que, de lo exagerada que era, parecía falsa.

—Me llamo Tomás. Disculpa que no te dé la mano en estas circunstancias.

—Ja, ja, ja. Me caes bien. Al final va a resultar que tienes sentido del humor. Eso es muy importante aquí. Si no aprendes a relativizar las cosas, te vuelves loco.

—Espero poder hacerlo, si no se me va a hacer cuesta arriba la preventiva.

Se acercó y me susurró al oído.

—¿Ves a todos estos que no dicen palabra? Es porque están amargados y depresivos. Hay que tener actitud. Hazme caso; si no, te vuelves loco.

                                  ***

El furgón se detuvo, un guardia civil abrió la puerta y nos dijo que fuéramos bajando de uno en uno. Nos acompañaron al interior del edificio. Allí estaban los funcionarios de prisiones esperándonos como comité de bienvenida.

Todos estaban con guantes negros de sicario; uniforme ridículo, que parecía propio de un internado de locos de una película de terror, y unos aires de grandeza y superioridad que se notaba a la legua que en su vida normal no tenían la capacidad de desarrollar. Al verlos, pensé en los niños con complejos, retraídos y víctimas del bullying brutal, que un día se vuelven locos y se lían a tiros en un colegio en EE. UU. Me parecía que tenían el mismo perfil; parecían unos sociópatas. Un amigo mío llamaba a la gente con ese perfil School Shooters. En España, por lo visto, se hacían funcionarios de prisiones para ahogar sus frustraciones...

Historias de la cárcelWhere stories live. Discover now