Todos los caminos llevan a Roma

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Fran llevaba todo el día tenso. Tenía sus escasas pertenencias en una bolsa grande de basura. Lo que no podía llevarse se lo había regalado a algunos compañeros de galería. En su caso, esas prendas donadas tenían un significado especial: nadie le iba a dar cosas nuevas en el lugar a donde le trasladaban. Estaba solo en el mundo.

Este era uno de esos traslados ordenados por la cara. No había hecho nada, le movían de cárcel solo para fastidiarle, viejos ajustes de cuentas de los funcionarios por cosas que se hundían ya mucho en la memoria de tiempos pasados.

Por enésima vez, no iba a poder operarse de su antigua lesión del brazo. Los trámites para operarse eran de más de diez meses. Era la octava vez que le trasladaban en un tiempo inferior.

Estaba sentado en la cama, cabizbajo, frotándose el codo dañado con la mano derecha. Ese día hacía un frío atroz entre los muros de hormigón de la cárcel de Soto del Real; los huesos y articulaciones de su cuerpo, machacado por la vida, daban buena cuenta de ello.

De repente, sonaron dos golpes en la pared que compartía con la celda de la derecha. Ni se inmutó. Volvieron a sonar una vez más, y otra, y así hasta que con un suspiro cansado Fran se levantó y se dirigió hacia la ventana, la abrió y oyó la voz de su vecino.

—Fran, ¿estás sordo? Llevo un buen rato llamándote —dijo Abraham.

—Diiime —contestó Fran con la voz cansada mientras se frotaba la cara con ambas manos—. ¿Qué pasa?

—Quería despedirme, lamento mucho que te vuelvan a hacer esto. También quería darte las gracias por las cosas que me has regalado.

—No hay de qué —amagó una ligera sonrisa.

—Hoy he soñado con lo que nos contaste el otro día, de cómo te lesionaste el brazo.

—Sabes que es un poco raro que sueñes con otros hombres, ¿verdad? —no pudo evitar reírse.

—Qué cabrón eres conmigo, Fran —lo dijo mientras ponía muecas de burla.

—Es que me las dejas a huevo.

—He soñado que me pasaba lo mismo a mí.

—¿Has soñado que te pegabas con un negro gigante y te caías para atrás, con la mala suerte de que dabas con el codo en un escalón y te rompías todo lo rompible? —preguntó enarcando una ceja mientras se recolocaba bien junto a la ventana.

—Sí, lo he soñado tal cual.

—Eso es muy raro también —volvió a reírse—. Ten cuidado a quién se lo cuentas, que lo mismo tienes un percance en las duchas o algo. Te veo con ganas de vivir un clásico carcelario, ja, ja, ja.

—Qué cabrón eres...

Un funcionario avisó a Fran de que era la hora de partir. Cogió el petate y se dispuso a emprender la siguiente etapa del viaje de su vida. Antes de salir, pudo oír a Abraham deseándole suerte a gritos.

Tras pasar por los pertinentes cacheos y protocolos varios, la Guardia Civil, que es la que se encarga de los traslados, le introdujo en el canguro para iniciar el viaje. Ese día había pocos presos en la ruta y pudo ir solo y tranquilo en un departamento de metal, en teoría diseñado para dos plazas.

Esa mañana hacía un frío de perros. En las cundas, los presos se asaban en verano y primavera o se helaban en otoño e invierno; no había término medio.

Pasó frío, pero era un veterano y tenía más aguante de lo normal.

Al llegar a Estremera, le llevaron a recepción, donde había un grupo de funcionarios esperándole ajenos a los que había para realizar las acciones protocolarias de seguridad.

Historias de la cárcelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora