—Es mentira, ¿por qué vendrías con eso ahora? —preguntó Lucía con lágrimas en los ojos.

—¿Por qué yo mataría a Pedrito? ¿Qué ganaría con eso? —Lucía se quedó pensando. Realmente... nada—. ¿Y su madre? ¿Cuántas veces la despreció por su embarazo no deseado? ¿Cuántas veces deseó que ese hijo no naciera?

Tenía sentido. Pero Lucía estaba en negación. No podía aceptar que su madre fuera un monstruo.

—Pero... de ahí a... ¿matarlo? ¿Mamá? —Lucía buscaba una explicación.

—Es todo mentira —Milagros era un manto de lágrimas imposible de contener—. ¡No le creas! Solo son mentiras.

—Era más importante su apellido que la felicidad de su hija, ¿no es así doña Milagros? —preguntó Rufina mirándola con desprecio.

—¡Callate! Acá la única criminal sos vos.

La discusión fue interrumpida por unos pasos que venían de las escaleras. Era el padre de Lucía que al fin se había levantado.

—¿Papá? —preguntó asombrada.

—¡Ya basta de mentir, Milagros! —bramó desde unos escalones por encima con una voz firme y gruesa—. Llegó la hora de decir la verdad, si tanto decías querer a esta familia... ¡decí la verdad!

—Pero... ¿cómo? —Milagros no entendía nada. No sabía cómo él se había logrado levantar si hasta hace tan solo un rato era un muerto en vida—. ¿Cómo te levantaste?

—El veneno que me estabas dando no lo tomaba. Lo contenía en mi boca para luego escupirlo. Tardé en darme cuenta que estabas envenenándome para que nadie supiera tu oscuro secreto. Sobre todo nuestra hija, que fue la gran afectada.

—¿Qué estás diciendo, papá?

—Perdón, Lucía, hija mía. Los dos te arruinamos la vida. Y perdón a vos también Rufina, no merecías verte implicada en todo esto, pero así como yo, caíste en las mentiras de esta serpiente que tengo como esposa.

—¡Callate! —bramó Milagros enfurecida—. ¡No digas estupideces!

—No son estupideces. Tenemos que hacernos cargo de lo que hicimos, querida esposa.

—¿Hicimos? —preguntó Lucía.

—Sí... hicimos. Yo también estaba de acuerdo en que ese niño no tenía que nacer. No me voy a quitar culpabilidad, pero también me dejé enredar por los argumentos que tu madre me daba... ¿qué iba a pensar la gente? Nuestro apellido estaba en juego, por lo que accedí a su retorcida idea de matarlo una vez nazca. Nadie se iba a enterar. Pero Rufina cayó en el momento más inoportuno, y tuvimos que convencerla de echarse la culpa. Sin embargo yo no podía aguantar la culpa que cada día se hacía más grande, primero de haber sido cómplice del asesinato de mi nieto; de haberle desgraciado la vida a mi hija, y después por haber destruído la vida de alguien inocente como Rufina y a sus hijos. Ya era una mochila muy pesada para cargar, y llegó el día en que mi corazón no respondió más. Fue ahí que me dió el infarto, y desde ese momento Milagros comenzó a envenenarme, sabiendo que en cualquier momento yo podía contarlo todo y acabar con su castillo de naipes —todos lo observaban en silencio. Lágrimas iban y venían—. No me mató, pero se encargó de dejarme como un muerto en vida. Tal vez no tuvo el coraje suficiente para rematarme y cargar con un muerto más, pero ella... ella fue quien mató a Pedrito, y yo fui su cómplice.

Lucía miró a su madre, ya no con lágrimas en los ojos, sino con la mirada transformada en la de una hiena a punto de lanzarse encima y arrancarle la piel. Su respiración era pesada, espesa como la de un toro tomando carrera para atacar a su presa.

Sombras en la noche (#SdV 2)Where stories live. Discover now