7. Un Mundo Frío y Vacío (historia de 049)

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El cielo nocturno se encontraba totalmente oscurecido; no había estrellas, no había luna.
En medio de un bosque, a las faldas de una montaña había un muchacho de unos 30 años, sentado en un tronco, observando con tristeza la fogata que había frente a él. Iba vestido con una larga túnica y una capucha, botas gruesas y guantes de cuero; en el suelo a su lado había una máscara de doctor de la plaga blanca. La mirada de aquel hombre se mantenía posada sobre el fuego, llevaba así un tiempo incalculable y parecía que no tenía intención de moverse. Su cabello negro y rizado caía por su rostro, cubriendo parcialmente su visión; le importaba poco o nada su molestoso cabello, igual que le importaba su miserable vida, estaba devastado, destrozado; no existían palabras con el peso suficiente para describir todo el dolor por el que estaba pasando en ese momento. Su mundo se había derrumbado, todos y cada uno de los pilares que lo mantenían vivo ahora se encontraban colapsados dentro de él; su alma había sido desgarrada, su corazón arrancado, no quedaba nada más que un hueco negro y profundo en su pecho. Ahora era una carcasa vacía, sin sentimientos, un zombie que se encontraba perdido en un infinito universo. Intentaba mantener ocupada su mente pero sus pensamientos siempre eran nublados por aquel terrible sentimiento; una mezcla de culpa, ira y tristeza inundaba su ser, cayendo sobre él como un balde de agua helada cada vez que quería distraerse. Su mente lo estaba traicionando, no le permitía olvidarse de aquel triste recuerdo, era como si su subconsciente quisiera castigarlo repitiendo en bucle todo lo que había ocurrido; una y otra vez, una y otra vez, todo se repetía, todo volvía, terminaba e iniciaba de nuevo, estaba atrapado en su mente y sentimientos, aprisionado por un recuerdo caótico, perdido en un mar infinito donde sentía que se ahoga, pero jamás moría, siempre lograba salir vivo de su tortura solo para encontrarse con que su dolor comenzaría a atormentarlo una vez más. No había descanso, no tenía derecho a morir, jamás encontraría la paz.
Lo peor de todo era que él mismo había provocado todo ese dolor.

Aquel hombre se perdió en sus pensamientos, recordando una vez más todo lo que había ocurrido hasta llegar a ese momento; cuando la fundación SCP lo había encontrado en Francia y se lo llevaron, cuando llegó a aquella instalación científica sumamente limpia y libre de la pestilencia, cuando tuvo el primer contacto con un médico de esa fundación; un hombre de entre 40 y 50 años, con buen físico, bien vestido, una postura recta pero no rígida, serio pero amable, un hombre que al principio le pareció otro más del montón, pero conforme iba pasando tiempo con él, descubría que aquel doctor era todo menos una persona cualquiera.
El Dr. Raymond Hamm, su cuidador, era el único que lo trataba como otro ser humano, como un igual, el único que respetaba su trabajo y no lo tachaba de loco, ni de psicópata, hacia lo posible por entenderlo, se esforzaba por hacer sentir al doctor de la plaga como una persona normal, eso hacia que su compañía fuera la única que 049 apreciara dentro de la fundación. Ningún otro doctor tenía la calidez de Raymond, ni su comprensión, mucho menos su paciencia. Todas esas cualidades hacían que SCP-049 tuviera una gran admiración por él, en verdad había muy pocas personas como el Dr. Hamm en el mundo, se sentía afortunado.
Con el tiempo, esa admiración que tenía por el médico fue evolucionado a algo más; algo que al principio negó por miedo, habían demasiadas cosas que le preocupaban rondando su cabeza, no podía darse el lujo de distraerse de encontrar su preciada cura, cualquier sentimiento era un problema para él, pero este era sin lugar a dudas el peor de todos; no lo dejaba pensar en su trabajo, no lo dejaba hacer su trabajo, ni siquiera lo dejaba dormir. Intentaba apartar ese nuevo sentimiento a toda costa, pero parecía que cada vez que intentaba hacerlo se volvía más fuerte.
No fue hasta que en una ocasión, su ex amigo y ex pareja conocido como SCP-035 amenazó con acabar con la vida de Raymond, fue ahí que finalmente se dio cuenta de lo mucho que le importaba el bienestar de su cuidador. El miedo a aceptar sus sentimientos no era ni una mínima parte del terror que sacudió y a la vez paralizó su cuerpo al pensar en perder al hombre que amaba; jamás poder volver a verlo sonreír, charlar con él, o simplemente disfrutar su compañía; la vida de Raymond era demasiado valiosa como para que una miserable máscara de porcelana terminara con ella. Una voz gritó desde lo más profundo de su corazón, diciéndole que tenía que hacer lo que fuera necesario para evitar la muerte de su amado; aún si eso significaba tener que morir por él.

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