Capítulo 22: El monstruo de los ojos verdes

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Todos volteamos hacia él, intrigados, y luego nos miramos unos a otros en silencio.

—¿Qué? —preguntó él con naturalidad, como si se tratase de una respuesta sencilla que estábamos obviando por razones que escapaban a su entendimiento—. Si queremos divertirnos sin preocupaciones, entonces una club gay es la mejor lugar para hacerlo.

—¡Maravillosa idea! —gritó Sebastián, haciendo uso de toda la extravagancia de su personalidad—. Les voy a llevar al Stud —Me tomó del brazo y procedió a conducirnos hacia allá.

En el camino, Hope nos explicó a Alex y a mí que ese era un club predominantemente masculino y que ella no lo frecuentaba debido a la ausencia casi absoluta de mujeres.

—Pero es un excelente lugar para bailar —aseguró.

En lo personal, encontré el trayecto como una experiencia de aprendizaje; una inmersión a un mundo que hasta entonces era me resultaba desconocido.

Los espectaculares y los rótulos de publicidad estaban dirigidos exclusivamente a la comunidad LGBT+: en el aparador de una tienda de ropa, el póster mostraba dos hombres guapísimos, con cuerpos esculturales, abrazados, portando únicamente ropas interiores de la marca Calvin Klein; en los ventanales de un banco, el póster tenía a una pareja interracial de mujeres que sostenían a un bebé mientras miraban folletos de casas en venta.

De las ventanas de los edificios departamentales, colgaban banderas del orgullo. Había música escapando de los restaurantes, bares y negocios, entre los cuales pude contar, por lo menos, diez tiendas eróticas. El ambiente era alegre y escandaloso, majestuoso y acogedor; por un momento sentí como si estuviese paseando dentro de la mente de Sebastián.

Cuando llegamos al Stud, cuyo nombre podría traducirse como «Semental», sentí un leve nerviosismo; una sospecha de que algo para lo que no estaba preparada, sucedería ahí dentro.

Aquel era un viejo establecimiento industrial que había sido renovado y modernizado; desde un punto de vista estrictamente arquitectónico, no era otra cosa que un gran cubo de ladrillo con vigas gruesas de madera que interrumpían la vista de cuando en cuando.

Sin embargo, la persona que diseñó el interior era un verdadero genio, puesto que había logrado cocinar una atmósfera perfecta para convertir aquel cubo simplón en un club de moda.

Detrás de la enorme barra se encontraban seis bartenders que parecían clones de los modelos que había visto minutos atrás en el póster de Calvin Klein.

En la pared opuesta a la barra había pequeños sofás, uno al lado del otro, y frente a cada uno, se encontraba una diminuta mesa de centro. El resto del espacio era una pista de baile de piso de teca, repleta de hombres, casi todos con el pecho desnudo.

Un escaneo rápido bastó para descubrir que todos los sofás estaban ocupados, pero logramos encontrar un rincón vacío en la barra.

Mientras los demás ordenaban de beber, me disculpé para ir al baño. Como bien había señalado Hope, el lugar no estaba pensado para mujeres, por lo que solamente existían baños para hombres, así que estuve parada ahí durante tres o cuatro décadas, esperando a que alguno de los inodoros se desocupara.

En los tres podía ver más de un par de piernas y de los tres escapaban gemidos, risas y otros sonidos amatorios. Incontables hombres entraron a usar los mingitorios en el tiempo que estuve ahí parada, esperando. Estaba contemplando si sería más rápido salir del club y usar el baño de la pizzería de enfrente, cuando uno de los inodoros quedó libre, por fin.

Estaba tan sucio, que no estuve segura de querer usarlo, pero a esas alturas ya no tenía alternativa, la necesidad era más poderosa que mi repulsión, así que terminé por ceder al llamado de la naturaleza.

Sólo a ella | #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora