Capítulo 12: Toronto

Start from the beginning
                                    

—Me parece bien —dije—, usted es la experta.

—¿Es la primera vez que vives sola?

—Sí.

—Si llegas a necesitar cualquier cosa, yo vivo en el número doce del tercer piso. Es el último del lado derecho.

—Gracias.

—Te voy a dejar, para que te acomodes y puedas comenzar a reponerte del viaje, seguro estás cansada —Me entregó un juego de tres llaves que sacó del aro metálico—. Mañana vengo a eso de las diez de la mañana con el contrato —señaló la llave más grande—. Ésta es la de la puerta de abajo, esa la cierran a las nueve de la noche —Luego señaló la llave mediana—. Ésta es la de la puerta del departamento y la más chiquita es la del buzón.

—Perfecto. Muchas gracias.

—En el modem está la clave del wifi —Fue lo último que dijo antes de comenzar a retirarse.

—Gracias —dije por segunda vez y caminé con ella hacia la puerta.

Cuando Doña Lourdes se marchó, experimenté un poco de pánico. Nunca había sabido lo que era tener privacidad real, y darme cuenta de que por primera vez estaba completamente sola, me asustó.

Me quedé parada en el mismo lugar, a un paso de la puerta, admirando el estudio y pensé en Simba preguntándole a Mufasa: «¿Y todo esto será mío?». Y entonces comencé a emocionarme.

Ese espacio era única y absolutamente mío.

Encendí la radio que se encontraba sobre la cómoda y comencé a colocar mis ropas en el armario y en los cajones al ritmo de los éxitos del momento: «Get Busy», «Crazy in Love», «Bring me to Life»; dejé mi laptop y una foto de mi familia sobre el diminuto escritorio, luego saqué mis artículos de aseo personal y los acomodé en el baño.

Cuando terminé, miré de nuevo el departamento desde el mismo punto desde el que lo había hecho por primera vez; ahora se veía un poco más cálido y familiar, pero seguía siendo ajeno.

Un suspiro involuntario escapó de mis labios.

Entré a la cocina para abrir algunas de las puertas blancas de la alacena y descubrí que doña Lourdes me había dejado un juego completo de vajilla, algunas sartenes y también cubiertos. El refrigerador y la estufa eléctrica parecían haber sido sacados de una serie de los años sesenta, pero estaban impecablemente limpios a pesar de lo antiguos que eran.

Me acerqué al ventanal. La ciudad se veía bastante activa y ajetreada. Los conductores parecían llevar prisa, a pesar de lo peligrosas que se veían las calles con tanta nieve acumulada. El día se sentía gris, triste, bajo la luz pálida de la tarde nublada; los peatones caminaban encorvados, con las manos metidas en los bolsillos de sus abrigos, sin poner mucha atención a su entorno.

El estómago se me hizo nudo.

Mientras estaba ahí, contemplando con terror la aplastante extensión de mi soledad, me llegó una segunda revelación: no podía escuchar nada que no fueran la música y el latir acelerado de mi corazón; no había gritos de las gemelas, no había música de los sesentas interfiriendo con la mía, no había diálogos de la telenovela de mi mamá haciendo eco con el televisor de los vecinos.

«Estoy completamente sola», pensé. Respiré profundamente, cerrando los ojos. Al abrirlos nuevamente, sentí formarse una sonrisa que no abandonó mi rostro en lo que quedó de ese día.

Me metí al baño y tomé la ducha más larga de toda mi existencia. Comí Pop-Tarts con leche sabor chocolate —después de una breve visita al minisúper—. Brinqué sobre mi cama mientras intentaba rapear «Lose yourself» a la par de Eminem, sin lograrlo, y acompañé a Simply Red con un bajo imaginario cuando «Sunrise» comenzó a sonar.

Cuando me cansé de cantar, decidí conectarme al wifi para mandarle un correo electrónico a Ana y contarle cómo iban las cosas hasta el momento. Antes de mi partida habíamos acordado que estar en contacto constante no era absolutamente apremiante, pero no quería perderla de vista tan pronto.

Finalmente, después de haber redactado un correo bastante extenso, alrededor de las ocho y media de la noche, me tumbé sobre la cama, lista para dormir. Fue entonces que una tercera revelación llegó a mí: por primera vez me sentía verdaderamente feliz; no alegre, no contenta... feliz.

••●••

—En ese momento no sabía si era bueno o malo sentirme tan bien estando en soledad, pero preferí disfrutarlo en lugar de cuestionarlo —dice Eva, encogiendo los hombros, como preguntando la opinión del doctor.

—El hombre temeroso no sabe lo que es estar solo: detrás de su silla hay siempre un enemigo. Ser independiente es cosa de una pequeña minoría, es el privilegio de los fuertes —cita Mauricio.

—¿Freud? —pregunta Eva, levantando una ceja.

—Friedrich Nietzsche.

—¡Ah! El asesino de Dios.

—Ese mismo, pero no nos desviemos —El doctor se retira los lentes, saca un pañuelo del bolsillo de su pantalón y comienza a limpiarlos, sin dejar de mirar a su paciente—. Aquí lo importante es que no tiene nada de malo disfrutar de la soledad; particularmente en tu caso, que vienes de una familia tan extensa, poder disfrutar de la soledad y el silencio es algo bastante saludable.

—Eso lo entendí después —responde Eva—. Ese año de estar sola me llevó a encontrarme a mí misma... pero no quiero adelantarme tanto todavía.

—No es necesario, no tengo prisa —Mauricio se coloca los lentes, se pone de pie y mira su reloj—. De todos modos, hoy cubrimos bastante terreno. Nos vemos el lunes.

Sólo a ella | #PGP2024Where stories live. Discover now