CAPÍTULO IV - SAMARA (II)

33 6 9
                                    


Cumple con la tarea de escribir. «Me llamo Samara Morris y me encuentro bien», escribe despacio en la primera hoja de la libreta que Saúl acaba de entregarle. Sabe que él finge no estar pendiente de ella, paseándose despacio por su propio consultorio como el visitante de un museo.


«Pero, obvio, tiene que estar pendiente de mí», conversa Samara consigo misma. «Ese es su trabajo».


«A pesar de que estoy bien», continúa escribiendo, «reconozco que necesito ayuda. Le he dado tanta importancia al dolor que olvidé ser feliz. Olvidé lo que me enseñó mi p». No puede continuar. Con un movimiento veloz, suelta el lapicero y ataja la lágrima que alcanza a brotar de su ojo izquierdo, antes de que se derrame; antes de que Saúl, de espaldas a ella, leyendo sin leer los títulos de aquellos libros que a veces les presta a sus pacientes, se percate de aquel pequeño quiebre emocional. Tiene que sobreponerse rápido, dejar de pensar en su padre, dejar de recordar la voz de su padre, dejar de reproducir en su mente la noche en que vio a su padre perder la paciencia y arrojar contra la pared el plato de carne que su esposa acababa de servirle, dejar de revivir la tarde en que regresó del colegio para contarle a su padre que se había ganado aquella beca para irse a estudiar en la capital y no pudo contarle nada porque su padre decidió ese día...


Sobreponerse. Dejar de pensar. Dejar de recordar, a pesar de que eso es lo que Saúl no deja de insistirle que haga en cada sesión.


Termina de escribir lo que él quiere leer y pone el lapicero encima de la libreta cerrada en el centro de la mesa. Recuerda que, de niña, sólo esperaba agradar a sus profesores para obtener de ellos una calificación alta, y, después, un largo abrazo de su padre. «Mi pequeñita inteligente», recuerda que le decía mientras la apretaba fuerte contra su pecho. Ahora, de forma similar, sólo espera una palabra de Saúl. Una sola: «Progreso».


Ambos se dan la espalda: ella en la silla, mirando recta hacia adelante, al extravagante espejo roto que Saúl tiene colgado en la pared, lejos de la puerta y de la única ventana, un espejo de bordes nacarados e irregulares que le hacen recordar la escenografía de una película de Tim Burton; él, mirando los títulos de la pequeña biblioteca, mirando los tomos lustrosos de los ejemplares más recientes y los descoloridos de los más viejos.


—¿Has vuelto a leer algo, Sam? —pregunta Saúl desde el fondo del consultorio—. Hace rato que no hablamos de libros, ahora que lo pienso.


—Es cierto —le confirma ella—. A mí... también me hace falta.


Siguen conversando sin mirarse; Samara lo oye hablar sobre un cuento titulado «Funes, el memorioso», la tremenda historia de un tipo que no era capaz de olvidar.


—¿Te imaginas eso, Sam? Alguien que recuerda cada hoja de árbol que ha visto durante toda su vida. Que recuerda cada cara con una precisión fotográfica. Que recuerda cada palabra que ha dicho desde que aprendió a hablar y cada palabra que le han dicho desde que nació.


Samara capta el mensaje y guarda silencio. No quiere odiar a Saúl, pero sabe cuál será su próxima pregunta y odiará tener que contestarla. Odia saber que puede hacerlo. Odia saber que él espera que ella pueda hacerlo.


No se mueve de la silla cuando lo oye caminar en su dirección, cuando lo siente situarse a pocos pasos detrás de ella; cuando huele el discreto aroma Polo Blue Gold que alguno de sus otros pacientes le debe de haber regalado.

CaleidoscopioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora