Capítulo 10

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LLEVABAN tres días en casa cuando Alfonso tuvo que hacer un viaje que, según explicó, era imposible posponer. El tiempo que habían pasado juntos había sido dulce y amargo, cada momento había sido precioso e intenso porque sabían que debían comprimir toda una vida de amor en unos pocos años.

Anahí estaba sentada silenciosamente en el jardín, al atardecer, y el corazón de la vida londinense apenas se percibía por la protección de los exuberantes jardines que rodeaban la hermosa mansión de Alfonso. Solamente se oía el débil alarido de una sirena de la policía elevarse por encima del sordo murmullo del mundo exterior. El aire era cálido y pesado en su rostro y brazos desnudos; había sido un día de caluroso bochorno y el hombre del tiempo había anunciado que vendrían más como aquél.

Siguió el vuelo de un pequeño insecto ocupado en extraer el polen de las flores de un arbusto cercano. Sus alas transparentes se difuminaban en la oscuridad. Era extraña aquella sensación que se había apoderado de ella desde que había descargado el peso de su enfermedad sobre los hombros de Alfonso. No era exactamente feliz, pues la idea de lo que la esperaba era todavía demasiado reciente, pero en cierto modo cierta aceptación había cubierto, como una manta cálida y reconfortante, el horror y la pena, y así había resucitado en ella la alegría por vivir. No podía estar segura de lo que el futuro le tenía reservado, Alfonso se lo había remarcado, excepto que le harían frente juntos y que eso bastaba por el momento.

Echó un vistazo al delicado reloj de oro de su muñeca. Las nueve. Los pájaros habían empezado a entonar sus cantos, y un tordo, con sus notas puras y agudas, competía con las demás aves que habitaban en los jardines de la mansión. Alfonso regresaría a aquella misma hora al día siguiente si todo iba bien, pero lo echaba de menos desesperadamente, aunque sólo se había ido a las seis de la mañana. Cerró los ojos y se recostó en la enorme y acolchada silla de mimbre, mientras sus pensamientos discurrían pesada y letárgicamente. Alfonso la amaba. Más de lo que podía haber imaginado. Sólo deseaba no tener que dejarlo solo tan pronto. Los años venideros parecían muy poco tiempo. Saberlo era lo doloroso, si hubiese ocurrido de repente, en un accidente, entonces tal vez...

-Hola, bella durmiente.

El beso cálido y firme la despertó instantáneamente de la modorra en la que se había sumido, y abrió sus ojos azules llenos de sorpresa al ver el brillo de la mirada de Alfonso.

-Anahí, mi amor...

La había levantado rápidamente de la silla y estaba en sus brazos antes de poder hablar, estrechándola con tanta fuerza a la vez que daba vueltas y vueltas en un frenesí de excitación que pensó que se desmayaría si no paraba.

-Alfonso, deja... -empezó a decir, pero Alfonso cortó en seco su protesta con otro beso casi salvaje por su intensidad y luego, la dejó en el suelo todavía abrazándola-. Se supone que no ibas a regresar hasta mañana -le dijo ansiosamente. Su aspecto era extraño, salvaje, como si algo a punto de estallar le quemase por dentro.

-Tengo algo que decirte- le dijo con voz temblorosa. Pero su mirada aplacó el pánico repentino que le había oprimido la garganta por un segundo. No podían ser malas noticias si la miraba de aquella forma-. Siéntate, tienes que estar sentada, y déjame terminar antes de decir nada. ¿Me lo prometes?

Se dejó caer con ella sobre la hierba suave y verde sin preocuparse por su lujoso traje, y Anahí asintió en silencio al tiempo que paseaba la mirada por su bello rostro.

AmantesWhere stories live. Discover now