Capítulo 7

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SI ALGUIEN le hubiese dicho a Anahí que volvería a reír, especialmente en presencia de Alfonso, no lo hubiera creído, pero eso fue exactamente lo que se encontró haciendo cinco días después de la fatídica visita a la casa de campo de Alfonso.

Los días intermedios habían creado una rutina casi imperceptiblemente. Alfonso llegaba a media mañana a trabajar en la selva del jardín de atrás de la señora Cox hasta después de que ella se fuese al restaurante.

Como el jardín delantero había mejorado enormemente, Anahí dedujo que se trasladaba allí de vez en cuando una vez que ella ya se había ido, para evitar un encuentro. Era doloroso, pero no tanto como sería el verlo, se decía tristemente noche tras noche mientras yacía despierta dando vueltas en la cama hasta la madrugada.

Lo que la asustaba era que apenas se reconocía a sí misma. La vieja Anahí había sido muy joven e infantil, dolorosamente insegura y con una necesidad casi obsesiva de ser amada. La nueva criatura que había nacido de toda la angustia y dolor era diferente... No sabía si era mejor, sólo que era diferente.

Se encontró con que estaba sufriendo más por Alfonso que por ella misma, y eso le daba el valor de seguir adelante. Pero la ironía final era que la nueva Anahí habría sido una torre de fuerza para él. Cuando pensaba en su vida pasada, recordaba que muchas veces Alfonso había vuelto a casa agotado por las exigencias de su enorme imperio.

Trabajaba demasiado. Pero ya había perdido la oportunidad de decírselo.

Acababa de regresar a su cuarto aquella mañana del quinto día con una taza de café y unas tostadas que se había preparado apresuradamente antes de la llegada de Alfonso, cuando oyó que saludaba a la señora

Cox en la cocina con su voz sonora y grave y acento norteamericano. Se le subió el corazón a la garganta, pero ya se estaba habituando a aquello, y durante unos minutos todo fue tranquilidad y silencio.

El alboroto, cuando ocurrió, fue repentino e intenso, y en el mismo momento en que oyó a Alfonso maldiciendo profusamente en voz alta, también le llegó la voz de la señora Cox, que la llamaba frenéticamente. Bajó la escalera de dos en dos, contenta de estar ya vestida con unos vaqueros y una camiseta, y entró en la cocina con la adrenalina disparada.

-Fue un enjambre de abejas -dijo atropelladamente la señora Cox-. Las hemos debido molestar.

-¿Un enjambre de abejas? -repitió Anahí con la mirada perdida mientras dirigía la vista a Alfonso, alto y mortalmente atractivo, pero claramente crispado. Tenía el torso y las piernas desnudas llenas de puntos rojos y miraba fieramente a la señora Cox.

-No hacía falta armar tanto jaleo -masculló irritado mientras se echaba el pelo atrás con la mano bruscamente-. Unas pocas picaduras de abeja nunca han hecho daño ha nadie.

-A no ser que seas alérgico -dijo la señora Cox, decidida a hacer un drama-. El hijo de mi hermana casi se muere con una sola picadura. Lo pasó fatal, estaba hinchado como un globo.

-Gracias, señora Cox- dijo Alfonso. Su rostro era un estudio de autocontrol-. Pero estaré perfectamente, se lo aseguro.

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