Introducción

96 5 0
                                    

Montevideo, 1945

Era una tarde de otoño en la que el mundo parecía haberse detenido ante la llegada de un nuevo miembro a la familia Salvatierra. En la mansión corrían los sirvientes de acá para allá, junto a las parteras que se preparaban para la labor de parto que aterraba a la joven Lucía. Aquella muchacha estaba asustada, pero no tanto por el dolor de las contracciones y la venida de su bebé, sino por lo que llegaba después. Las habladurías de la gente, a la que ya no veía desde que la pancita había comenzado a notarse para que no tuvieran motivos de juzgarla a ella y a su familia. Sin embargo, la gente siempre es mandada a hacer para generar mal, y los comentarios diversos no se hicieron esperar ante su desaparición.
Lucía aún recordaba la cara de decepción, e incluso de desprecio de su madre ante la noticia de que estaba embarazada. Su reacción posterior había sido una rotunda cachetada que le voló la cara hacia atrás. Lucía no estaba casada, y peor aún: su padre no quería hacerse cargo del niño. A partir de aquel momento, la relación entre ambas había cambiado, aunque a decir verdad, siempre fue algo conflictiva, puesto que Lucía no se amoldaba de todo a las reglas del deber ser de su madre. No obstante, desde aquel día, la cosa fue empeorando. Los cuestionamientos de su madre se hicieron insoportables, y aunque su padre parecía más benevolente con la situación; aunque fuera el único que parecía ponerse en sus zapatos al menos por una vez en los eternos días, también dejaba indicios de agotamiento con la situación que a la familia —tan respetada en la ciudad—, le había tocado vivir.

El día del parto, su madre, doña Milagros, no estaba ahí para tomarla de la mano, para apoyarla como había imaginado alguna vez. Se sentía sola, abandonada y con mucho miedo de lo que podía venir después. Su madre en cambio parecía tomárselo como un día más. Se sentó en la mesa a solas, y desayunó como si nada mientras sus sirvientas iban y venían con toallas y caras de preocupación en sus rostros por la llegada de un nuevo Salvatierra. Algunos de ellos, miraban a su patrona con indignación, y otros, entendiendo su severa postura.

—¿Ya va a nacer el bastardo, Rufina? —preguntó Milagros con indiferencia.

—Sí, señora. La joven Lucía está en trabajo de parto. Está muy asustada.

—Y sí, como para no estarlo. Todos lo estamos —admitió sin mirarla.

—¿No va a acompañarla, señora?

—No. No quiero presenciar el inicio de nuestra deshonra.

—Es importante para su hija, señora —insistió Rufina sabiendo que se estaba arriesgando con lo que decía.

Un largo silencio se puso entre ellas, mientras Milagros seguía su desayuno como si nada, hasta que Rufina se disculpó y se propuso irse, pero su patrona la sorprendió con su respuesta.

—Voy en un rato. Necesito prepararme emocionalmente para esto.

—Tómese su tiempo, señora. Con permiso.


***

En la habitación de Lucía, todo parecía un caos. Aquel lugar se había convertido en un caos que debía ser contenido para que nadie del exterior se enterase de la verdad que estaba a punto de salir. En medio de la clandestinidad, el padre de Lucía era el único que estaba allí preocupado por la salud de su hija, y tomando fuertemente su mano ante los gritos de dolor de la muchacha.

—¿Milagros no va a venir, Rufina? —preguntó él algo molesto.

—Dijo que en un rato viene, señor Francisco. Está desayunando.

—¿Es más importante un desayuno que el nacimiento de su nieto? No te la puedo creer... esa mujer no cambia más —expresó indignado.

—¡Ella me odia, papá! —agregó Lucía en medio de sus gritos.

Sombras en la noche (#SdV 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora