––Señora, prometed que estaréis atenta y gritareis si veía acercarse a extraños, iremos a socorreros––le suplicaron––pero, por piedad, cubríos en nuestra presencia.

Inocentes... Si los anteriores guardias asignados el día que escapó y fue capturada por el Implacable eran unos degenerados, como la mayoría de la tropa de su padre, esta vez los escogidos eran padres de familia, con hijas de poco menos de su edad y con una lealtad terrible a Gyefer para a su protección y salvaguarda de su «honra».

––Perded cuidado, gritaré si me encuentro en apuros, además, nos separa apenas unos árboles, para mi intimidad... Si os necesito estaréis conmigo enseguida. No quiero acabar de nuevo entre las garras de los enemigos de mi padre, demasiada suerte tuve...––dijo con fingida voz lastimera.

Tiró de las riendas de su corcel, con una falsa sonrisa de sumisión en su rostro. Ascendió la pequeña pendiente, mirando hacia atrás disimuladamente. No paró en el meandro, anduvo todavía unos metros hasta una de las sendas que conocía.

Sacó la chaquetilla de la alforja y se la colocó aprisa, saltando a lomos de su caballo y picando espuelas.

Cuando quisieran darse cuenta, estaría a varias leguas de ese bosquecillo. Dirigió por el intrincado matorral a su corcel hasta ver el camino principal, el que se dirigía a los pies del castillo del Uno. Aun quedaba lejos, pero por suerte nadie la había conseguido seguir. Se unió a los demás que caminaban en su dirección, a paso tranquilo. Por la misma calzada iban carretas adornadas con flores y cintas, cargadas con familias hacia las fiestas, jóvenes a caballo y gente por las orillas del camino a pie. Todos charlando y riendo, felices del día de asueto. ¿Porqué nunca hubieron días así en su propia tierra?. Quizás porque su padre jamás se sintió seguro en su trono. Las cosechas eran recogidas y el diezmo entregado en la puerta del castillo oscuro. Nadie traspasaba las puertas de la fortaleza. El grano era introducido en los almacenes, los animales en los corrales, y las monedas en la bolsa del recaudador, que anotaba con letra firme cada diezmo, la cual ella nunca aprendió.

Pero ni su hermano, ni su padre cuando estaba sano, se preocupó de que ese día se festejase. Era una simple transacción, un pago a cambio que la protección del señor del castillo.

Los caminos cada año estaban peores, incluso el puentecillo que cruzaba el rio que casi rodeaba la alcazaba estaba cada día más desvencijado. Su padre y su hermano solo se preocupaban de acumular el oro, guardar el alimento entregado para pasar el año, y pagar a la hueste que protegían poco más que sus muros y las patrullas en el contorno de las aldeas. Y su idea de justicia, casi inexistente.

Qué diferente era todo allí.

Ante sus ojos la cuadra pintada de azul, era la más lejana del centro de la plaza dónde se solía concentrar aquellas buenas gentes. Descabalgó a sus puertas, y pagó unas monedas a un mozo, le pidió un sitio tranquilo. Adujo que su corcel era nervioso y el chico le indicó el último, al lado de un par de carretas desvencijadas. Mientras ella lo desuncía, el chico acercó un cubo de agua. Ya había heno y grano en el pesebre.

El muchacho fue a ayudarla, pero ella lo despidió, agradeciendo su buena disponibilidad.

––No hace falta, mozo––puso otra reluciente moneda en las manos del chico––guardadla bien, esta es para ti, no para el amo. Este corcel mío es joven y nervioso, prefiero que te alejes, y que nadie se acerque demasiado, tiende a cocear todavía ante desconocidos.

––Sí, sí señor, lo tendré en cuenta, nadie lo molestará, yo me encargaré de que lo dejen tranquilo––asintió el niño con devoción.

––Gracias, a mi vuelta, tendrás otra moneda igual de bonita por tus desvelos. Ahora puedes ir a atender a los que entren, no te vayan a castigar––agradeció la muchacha.

Leyendas de los Reinos Velados, 2. Masroud el Implacable.Место, где живут истории. Откройте их для себя