••°Prólogo°••

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Eran probablemente las doce del medio día, quizás más temprano, quizás más tarde, no lo sabía; no tenía un reloj para consultar e igual apenas aprendía a leerlo, pero sin duda la posición del sol podría darle una pista. El salón de abajo se encontraba en un silencio perpetuo, y claro, no era de extrañar que le hubieran mandado ahí: no cuando el nuevo cachorro estaba a punto de nacer.

El pequeño ojiazul de tan solo ocho años no podía hacer otra cosa más que aburrirse mientras todo terminaba, su nana Jay también estaba con sus padres y el hombre de bata blanca y no podía jugar a la pelota con él. ¿Por qué se tardaban tanto en recibir a su hermanita? Sus padres le dijeron que no podía saber lo que sería ¡pero si podía! Lo olía cuando estaba cerca de su madre y colocaba las manitos sobre su enorme barriga: él estaba seguro de que tendría una hermanita.

Ya había recorrido la casa montones de veces, subiendo y bajando las escaleras mientras hacía los ruidos de una de esas enormes máquinas que recorrían los rieles todos los días y pasaban casi junto a su casa. Su papá salió para darle un breve regaño y decirle que debía esperar abajo mientras terminaban, así que ahora el sillón de flores y algunas pelusas encima de este eran su única compañía.

Su nani de ojos como el cielo —como Louis la llamaba— apareció detrás de él, colocando una mano sobre su pequeño hombro para hacerlo girarse, el niño la miró emocionado colocándose de pie sobre el mismo sofá, olvidando por completo lo mucho que su madre lo regañaba por eso.

—¿¡Está aquí?! ¡Está aquí! ¡Mi hermanita está aquí! —chilló emocionado, dando un par de saltitos antes de que la mujer lo tomara en brazos, soltando una suave risa de por medio.

—No cariño, aún no ha nacido, pero ya falta poco solo venía para hacerte compañía, a tu padre no le gusta que estés solo —besó su regordeta mejilla, observando con todo el cariño que su omega podía producir; la manera en que formaba un puchero.

—¡Pero se fueron hace muchísimo! ¿Por qué tardan tanto? —cruzó los brazos— Ella es perezosa.

—Claro que no —Vana* rió—, estoy segura de que sólo está un poco nerviosa de conocer el mundo, tal como tú, cuando naciste tardaste mucho más y mírate, no eres nada tranquilo -el menor soltó una risita, recargándose en el hombro de su nana.

—Cuando ella esté aquí le voy a enseñar a jugar con la pelota* ¡y el escondite secreto!

—Sólo tendrás que esperar un poco, cielo, ella será muy pequeña para jugar con todo en este momento -caminó con él un poco, hasta llegar a la puerta de la entrada-, ¿qué te parece si mientras llega vamos por un chocolate caliente? También podemos comprar una pelota para ella.

—¡Sí! —chilló, forcejeando en los brazos de su nana hasta que logró bajarse— ¡Voy por mi suéter!

Vana rió discretamente hasta que lo vió desaparecer por las escaleras: el niño había subido de puntitas para no molestar a sus padres.
Cuando la risa cesó, no pudo evitar formar una mueca de tristeza al saber lo que se vendría para Louis; él estaba emocionado por recibir al nuevo bebé del que aún no sabían el sexo y ella lo apoyaba cuando decía que sería una niña para que no se sintiera mal, ya tendría bastante con lo que vendría por parte de la luna que le había dado a luz.

Oh, la madre del pequeño Louis.

Florence era un caso especial dentro de las madres; era dura, casi nunca lograba una amenidad en los regaños que le daba a su hijo y a veces le sorprendía la poca atención que le daba. Sin duda por eso el señor Essie la había contratado desde el primer día de Louis en el mundo. En un principio ella llegó a mencionar que anhelaba una niña como primera hija y ni con toda la dulzura que emanó el cachorro al nacer, logró ablandarla mucho.
Si lo abrazaba en los momentos que debía alimentarlo, pero cuando fue el momento de su primera palabra: a Vana le dijo mamá.

𝓐𝓶𝓪𝓭𝓸 𝓶𝓲𝓸𝑒 [L.S]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora