Destino:

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Oficialmente me estaba volviendo loco.

La versión de los hechos que se me dio fue que tuve un bajón de azúcar y que por eso me desmayé, y considerando cuál era la otra posibilidad, no estaba tan mal.

Sin embargo, sencillamente las cosas no me cuadraban. Durante el resto del curso, el colegio entero pareció dispuesto a jugármela. Los estudiantes se comportaban como si estuvieran convencidos de que la señora Kerr—una rubia alegre que no había visto en toda mi vida hasta ese día después de la excursión—era nuestra profesora de introducción al álgebra desde Navidad.

Para todos, alumnos, maestros y demás personal, la señora Dodds nunca había existido. De vez en cuando intentaba sacar el tema a colación en caso de que estuvieran tratando de jugarme una mala broma,a, pero solamente se me quedaban mirando como si fuera un psicópata. Llegué a un punto de casi acabar creyéndome que la señora Dodds nunca había existido.

Casi.

Grover no podía engañarme. Cuando le mencionaba el nombre "Dodds", vacilaba una fracción de segundo antes de asegurar que no existía. Pero yo sabía que mentía.

Algo estaba pasando. Algo había ocurrido en el museo.

Mi prueba principal, la gran marca que he tenido en el lado derecho del pecho y el abdomen desde que tengo memoria pasó de ser simplemente una zona de piel un poco más oscura a ser directamente de un color anaranjado oscuro, casi como un tatuaje. Lo cual sería difícil de explicar para mi madre.

Aún así, no tenía demasiado tiempo para pensar en ello durante el día. Pero durante la noche, las terribles visiones de la señora Dodds con carras y alas, y un macabro hombre manchado en sangre en medio de una ciudad destruida, me despertaban entre sudores fríos.

El clima seguía enloqueciendo, cosa que no mejoraba mi ánimo. Una noche, una tormenta reventó las ventanas de mi habitación. Unos días más tarde, el mayor tornado que se recuerda en el valle del Hudson pasó a sólo ochenta kilómetros de la academia Yancy. Uno de los sucesos de la actualidad que estudiábamos en la clase de sociales fue el inusual número de aviones caídos en el Atlantico este año.

Y la volví a ver a ella.

Aún no sabia su nombre, y solo fue por una fracción de segundo, pero la vi.

Desde la ventana de mi dormitorio tenía una gran vista de los bosques, entre los cueles logré distinguir una ágil figura moviéndose con un destello plateado alrededor. Parecía una chica de entre doce y trece años, solo logré distinguir un cabello castaño rojizo a la distancia antes de que ella mirara en mi dirección.

No debería haber sido posible que me viera a tanta distancia, a través de la ventana del edificio y con las luces de la habitación apagadas, pero aún así reparó en mi presencia. En cuanto me vio, desapareció en el aire en medio de un parpadeo, como si nunca hubiese estado allí.

Lo único que puedo decirte de ella es que sus ojos eran plateados.

Poco después de eso, empecé a sentirme malhumorado e irritable la mayor parte del tiempo. Mis notas bajaron de insuficiente a muy deficiente. Tuve muchas más peleas con los chicos molestos, cada vez más violentas. En todas las clases acababa castigado en el pasillo.

Al final, cuando el profesor de inglés, el señor Nicoll, me preguntó por millonésima vez cómo podía ser tan perezoso como para no estudiar ni siquiera para los exámenes de deletreo, exploté.

Pensaba en decir un insulto, pero no tuve ocasión de decir uno. Basta decir que cuando le di un puñetazo a su escritorio, partí la mesa en dos.

A la semana siguiente el director envió una carta a mi madre, dándole así rango oficial: el próximo año no sería invitado a volver a matricularme en la academia Yancy.

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora