La plaza del merado estaba a rebosar de gente de las aldeas vecinas, incluso hasta de las más lejanas. Todo estaba decorado con banderolas y pendones al viento con el emblema del Uro, el escudo de aquel castillo.

Uniéndose a la feliz turba, aplaudió cuando el monarca hizo acto de aparición en la gran balconada que daba a la plaza, cubierta por arcadas adornada de cintas. Dos mujeres la acompañaban, la reina y la princesa.

A la princesa la había conocido desde las primeras fiestas dónde ella, como hoy, se colaba cuando le apetecía junto al resto del populacho. Era una belleza de piel pálida, labios rojos y cabello castaño, lacio. Esta vez lo llevaba suelto, con su tiara de plata, vestida con una bajo veste sonrosada y un sobre vestido color burdeos con delicados bordados en plata.

La reina no era la madre de la princesa, eso era evidente. Su madre murió cuando era muy jovencita, apenas cuatro o cinco años, si recordaba. El rey había tomado hacía un año una nueva esposa. La piel de esta era dorada y el cabello negro rizado, aunque solía llevar un velo bajo su corona y su forma de vestir era más ostentosa, como era costumbre de su pueblo de origen. Lo único que allí no ocultaba el rostro, como en su tierra, donde era obligatorio para las mujeres

Sayideh se alegró que su padre hubiese desistido de buscarle esposo. ¿Un marido casi anciano como el rey Bröden? Hizo que se le pusiese la piel de gallina. Sin embargo allí estaba esa muchacha, que tendría su edad, unas veinte primaveras, con una barriga de embarazo incipiente. Milagros de la naturaleza, pensó.

Sus ojos se volvieron de nuevo hasta la princesa, sabía bien su nombre, Thais. La conoció en persona años ha. Eran ambas muy niñas. La primera vez que tomó un corcel y llegó hasta aquel castillo casi por casualidad tendría doce o trece años. La vio entre otras damas, avanzando custodiada entre soldados, que hacían casi imposible acercarse a ella. Tampoco se lo propuso, también era una fiesta, la de la recogida de la última cosecha. Entonces si se atrevió a curiosear más, vestida como siempre igual que un chico.

Por casualidad entró a través de las cocinas. Alguien la confundió con uno de los pajes y la envió adentro a ayudar a servir el almuerzo. Sayideh penetró hasta justo dentro del gran comedor, donde se sentaba el mismo rey y la princesa. Aún el soberano no había tomado esposa. Thais, sentada en el lugar que hubiese tomado su madre como castellana, no tendría ni diez años. Se veía seria, o más bien aburrida. Picoteaba de aquí y de allá, y no prestaba mucha atención a nada.

Después de dejar la bandeja donde pudo, Sayideh se decidió a revolotear un poco más por aquel extraño palacio, tan distinto al que ella vivía, o a los cuarteles de invierno de los Urales donde nació. Recorrió como un ratón silencioso pasillos y escaleras, sin que nadie le diese el alto. Confundida con un paje paseó por donde quiso, hasta que al torcer una esquina buscando la salida se topó con ella.

Thais estaba sentada en una esquina de los escalones de una amplia escalera. Tenía las manos cubriendo su cara, pero Sayideh la reconoció enseguida. Si quería salir, debía pasar justo por allí. Decidida, siguió avanzando, sin embargo los oídos de la princesa debieron notar su presencia y se dio suma prisa en limpiarse los ojos llenos de lágrimas.

––No os conozco. ¿Quién sois?––dijo Thais levantándose de su rincón, elevando la cabeza como si hace unos segundos no hubiese sido una niña solitaria y llorosa. Tan solitaria como ella, aunque Sayideh nunca lloraba.

––Sayideh––respondió sin pensar.

Ante ella, más bajita y con ese cabello oscuro dividido en dos trenzas, la princesa le miraba de hito en hito. La pequeña se cruzó de brazos.

––No sois un paje de este palacio. ¡Ni eres un chico!––dijo asombrada la princesita.

Pillada, pensó Sayideh, sin embargo la princesa Thais no parecía asustada, ni que fuese a dar la voz de alarma. Ante tal afirmación, Sayideh se sacó la caperuza y mostró su rostro.

Leyendas de los Reinos Velados, 2. Masroud el Implacable.Where stories live. Discover now