11. Secuestrada

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Lo primero que vi al despertar fue el trasero de una mujer.

Estábamos recostadas sobre un polvoriento suelo de piedra. Me sentía muy mareada, mi cuerpo entero pesaba como el plomo. Traté de moverme, pero ni siquiera podía abrir y cerrar los ojos sin esfuerzo. Tardé al menos cinco minutos en recuperar las fuerzas y en vencer la somnolencia que me aturdía y que me retenía en el piso.

A mi alrededor había otras nueve chicas encerradas en el mismo cuarto oscuro de piedra. El techo se situaba a una altura considerable; una ventana con barrotes ubicada en lo alto dejaba entrar cierta luz solar. Tal como yo, había otras chicas despiertas. Conmigo éramos tres en total. Las otras siete seguían inconscientes, pero una que otra ya se removía con lentitud y se liberaba del efecto de lo que sea que usaron para dormirnos y secuestrarnos.

¿Quiénes nos trajeron y por qué? ¿Qué querían de nosotras? Tenía muchas preguntas que necesitaban respuestas.

Una de las tres chicas que despertamos estaba sentada contra la pared. Tenía su cabeza apoyada sobre las rodillas, abrazaba sus piernas y temblaba sin control. Lloraba en silencio, pero de una forma desgarradora que me dio ganas de llorar también.

La otra chica, a diferencia de ella, estaba tan tranquila como una estatua. Su expresión parecía imperturbable, o bien no le temía a nada o simplemente aceptaba su destino. Era hermosa; su cabello era rojo y rizado y sus ojos desprendían un brillo antinatural. Era la viva imagen de la rebeldía.

—Disculpa... ¿sabes dónde estamos? —le pregunté. Me costaba hablar, no comía ni bebía nada desde que Darren me llevó a la cafetería de la academia, y quién sabe cuánto pasó desde entonces.

—Cerca del mar, seguramente —respondió con hastío, como si estuviera cansada de responder la misma pregunta. Seguro que la chica que lloraba le consultó lo mismo minutos u horas atrás—. ¿No sientes el repugnante hedor del océano?

El pánico me retorció las entrañas al darme cuenta de que, además del olor a polvo y a desperdicios humanos que impregnaba las paredes, se respiraba un fuerte olor salino. Presté atención a los sonidos que percibía y logré escuchar el lejano susurro del mar y el de las aves costeras que cantaban como las de la Tierra. Que yo sepa, no había ningún océano cercano a la academia ni a la ciudad infernal que visité junto a Kirtan.

—¿Qué tan lejos estamos de Antorm? —inquirí, alarmada.

—Oh, muy lejos, querida. —La chica rio con resignación—. Digamos que, a pie, tardarías semanas en llegar a casa.

Me obligué a respirar con lentitud para no perder la calma. Estaba aterrada, eso sí. Me llevaron muy lejos del que ya consideraba mi nuevo hogar. Tal vez nunca volvería.

—¿Sabes quiénes nos raptaron y por qué? —pregunté, me temblaba la voz. Quienes fueran, serían de temer.

—Vaya, sí que eres de Antorm —rio la chica—. No tienes idea de cómo es el mundo real más allá de los muros que protegen tu ciudad, ¿no?

Negué con la cabeza. No pertenecía a Antorm, al menos no desde hace mucho tiempo, pero no podía decirle que venía de la Tierra.

—Bien, no sé cómo decirte esto sin que te orines de miedo. —La pelirroja resopló y clavó la mirada en la ventana de las alturas—. ¿Has oído hablar de los hijos del abismo?

—No. ¿Quiénes son?

—Piratas, niña —respondió otra chica en su lugar. No noté cuando despertó. Era una joven de piel oscura y de cabello platinado. Al igual que la otra muchacha, tenía una mirada rebelde y segura, propia de alguien valiente.

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