Los hombres inclinan la cabeza en obediencia antes de dar media vuelta y marcharse. Es entonces dónde el consejero me pide que lo siga escaleras arriba.

—¿Señor, que me harán? Alguien en la puerta dijo que iban a asesinarme. ¿Es eso cierto?

—No lo sé. Todo depende de la sentencia que el rey le otorgue.

—¿Y como puedo defenderme? O mejor, déjeme ir. Le juro que nunca regresaré.

—Eso implicaría traicionar al rey y es un delito que se paga con la muerte. Me disculpará, pero no me apetece morir por ahora.

—Yo tampoco. Solo tengo dieciocho.

—Eso no la pone en una buena situación. Tiene la edad mínima requerida para ser condenada a la horca.

—¿Se está escuchando? Solamente me está infundiendo terror. Necesito que me ayude, piense, yo podría ser su hija.

—No tengo hijos, señorita, así que tal comparación no me conmueve.

—Pero yo si tengo un padre al que tal injusticia lo destrozaría ¿Al menos pueden avisarle que venga aquí? Debe estar preocupado, merece saber lo que ocurre.

—Deme su nombre. Haré lo posible, pero no puedo prometerle nada.

Le doy todos los datos y su ubicación mientras llegamos a la segunda planta, en donde nos detenemos frente a una puerta blanca con pomo dorado que muy seguramente es oro.

—Remill, necesito tu ayuda. —Vocifera adentrándose.

Se trata de un salón amplio, un taller de costura. Con mesas largas, máquinas, hilos, paredes llenas de telas, cadenas, botones y cierres, además, grandes maniquíes que portan ropa de un solo color, negro.

—Aquí estoy, Francis. ¿En qué puedo ayudarte? —se escucha una voz detrás de un probador —¿Se le descosió alguna pieza al rey? No me digas eso porque no quiero terminar en la horca.

¿Por qué todos hablan de lo mismo? Si se trata de un chiste local, me atrevería a confesar que es el peor tipo de humor que he escuchado jamás.

—Si vienes al centro entenderás de que se trata.

Unos pasos resuenan, acercándose y revelando por fin al sastre encargado de vestir al soberano de Lacrontte.

—¡Por todos mis alfileres, cuantas flores! —exclama sorprendido, paralizándose al verme — ¿Acaso eres suicida?

Un hombre delgado, con lentes redondos y cabello rizado, camina hasta una de las tantas mesas de corte que hay en el sitio. Tiene las mangas de su camisa recogida hasta los codos y lleva en su muñeca una almohadilla llena de agujas.

—¿Pasará frente al rey? —inquiere y Francis lo confirma —. Ya comprendo la situación. Espera, eso quiere decir que por fin haré algo diferente —se emociona de repente —. Aguardé por este momento tantos años. Tengo muchas ideas recopiladas, puedo hacerte un vestido de gasa con un hermoso escote de encaje y tal vez también algún accesorio para el cabello.

—Remill, no hay tiempo para nada de eso. Esta a pocos minutos de ser llamada, solo ponle algo encima y listo.

—¿Entonces para qué la traes aquí? ¿Por qué simplemente no le tiraste una sábana encima? Creí que por primera vez haría algo diferente, que cosería un color distinto al negro.

—¿Qué tienes para cubrirla? —Continúa Francis, dispuesto a no darle largas a su drama.

—Nada, todo lo que hay es ropa del rey Magnus. Trajes oscuros y casacas.

El perfume del Rey. [Rey 1] YA EN LIBRERÍAS Donde viven las historias. Descúbrelo ahora