Parte 1

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Es la primera noche fría de otoño y las hojas comienzan a amarillear. En el bosque adyacente a un terreno abandonado, los animales se apresuran a devorar los frutos maduros; su instinto les anuncia que un duro invierno se aproxima y que sólo una buena capa de grasa les permitirá llegar a la primavera.

En medio de la vida que se agita, una mujer canta. Su voz tiembla en el aire y se marchita como las hojas. Ella está en un columpio, meciéndose a ritmo de la tonada, y de la misma manera cruje la rama que la sostiene.

Lo que emana de sus labios es una canción de cuna para el bebé que tiene en su regazo. Sin embargo, el niño no parece tal, ya que nada lo distingue de un bulto cualquiera: no balbucea, no se agita, no sonríe.

De hecho, el bebé ni siquiera respira, porque está muerto.

La mujer sigue cantando, impulsándose suavemente con los pies. No es posible vislumbrar sus facciones o vestimenta: la noche es oscura y el árbol la cobija. Pero algo brilla en su rostro...

Sí, ella debe saber que el bebé está muerto, porque de sus ojos brotan incesantes lágrimas que ruedan por sus mejillas y van a caer sobre el pequeño cadáver.

No obstante, surge una pregunta: ¿es hijo suyo ese bebé? Por la tristeza que se adivina en el canto podría pensarse que sí, pero a lo lejos, donde unas luces delatan la presencia de un pueblo o ciudad, se escuchan los gemidos de angustia de otra mujer en medio de un gran alboroto.

Sobre el columpio, sobre el árbol, en lo alto del cielo comienzan a juntarse las nubes y al poco rato la lluvia riega los campos. Es una lluvia lenta y pesada, como el llanto de la mujer que canta. Quizás la naturaleza percibe su dolor y pretende acompañarla, o tal vez se trata de una simple coincidencia.

La lluvia dura toda la noche.

Por la mañana la mujer ya no está ahí. El columpio se balancea por causa de la brisa, el barro no ha conservado huella alguna y no hay cantos que perturben la tranquilidad.

Los habitantes del poblado cercano han salido a buscar al niño. Caminan con la cabeza gacha, sin decir palabra; la esperanza no anida en sus corazones. Hacia el mediodía uno de ellos encontrará al bebé: mojado, con parches de moho blanco en la cara, envuelto en su manta sobre un lecho de flores estropeadas por la humedad...

********************

En el pueblo Laguna Verde, seis mujeres se habían reunido en el hogar de una séptima para tejer y compartir novedades. Era lo mejor que podían hacer en una tarde de invierno; casi todos los hombres estaban ocupados en la construcción del nuevo puente, y no tenía mucho sentido ponerse a limpiar antes de que ellos regresaran con las botas sucias y sus ropas apestando a sudor y madera.

El fuego ardía con ganas en la chimenea y la conversación era amena. Las siete mujeres estaban sentadas en semicírculo frente a los leños ardientes, una de ellas muy joven, otra muy vieja, el resto de mediana edad. Tenían mucho que decirse, como siempre: ora hablaban de los vecinos, ora de los maridos, las flores o la manera más sencilla de erradicar las cucarachas. Por desgracia, los diálogos eran interrumpidos a menudo por los hijos de Hortensia, la dueña de casa, quienes no paraban de correr de un lado a otro.

—Entonces el perro de Magdalena llegó de chapotear por ahí —estaba diciendo la madre de los pequeños—, y empezó a sacudirse justo sobre mi ropa recién lavada. Imaginad...

—¡Te atraparé! ¡Ya lo verás! —le gritaba un niño a su hermano.

—... imaginad el desastre que...

—¡Le voy a decir a papá lo que hiciste!

—¡No lo harás!

—... el desastre que causó.

La madre malditaWhere stories live. Discover now