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La mujer revolvía el café lentamente. En la sala, Juan esperaba. Cuando Emilia trajo las tazas y las apoyó en la mesa, la tensión se hizo insoportable. – Ponele azúcar, si querés .- dijo ella con tono seco. – No, así está bien. – ¿Qué te pasa, ya no endulzas el café? ¿Tanto cambiaste? -replicó Emilia, nerviosa. De mala gana y para no contradecirla, Juan se sirvió dos cucharadas repletas, las disolvió en el oscuro líquido y lo bebió casi de un sorbo. – ¿De qué querías hablar, Emilia? -preguntó él. La mirada de ella sonrió antes de que lo hicieran sus labios. – De nada, en realidad. Y se levantó en dirección a la cocina, mientras el veneno que había puesto en el café de Juan empezaba a hacer su trabajo.

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