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Su exmarido había sido ejecutado por el asesinato de sus padres hacía tres días. Lo último que gritó antes de que lo frieran fue: – ¡Te mataré!, mientras la miraba a los ojos y se reía. Aún así no había perdido la costumbre de comprobar puertas y ventanas. Tampoco la de dormir con la mano apoyada en la fría empuñadura del revólver. A las tres, la misma hora del ataque, un sonido la despertó. Con los ojos entrecerrados miró la habitación en penumbra. Las sombras de los muebles y el movimiento de la cortina le daban a todo un aspecto fantasmagórico, pero no era diferente a otras noches. Volvió a dormir. De repente, sintió un peso dejarse caer en la cama a su lado. Sintió su olor, ese que había aprendido a temer, su respiración entrecortada. Una mano apartó el pelo de su oído y le susurró mientras le lanzaba su aliento apestando a alcohol: – ¿Creíste que la silla eléctrica te iba a librar de mí? Su risa sonó lejos. Luego silencio. Se incorporó y encendió la luz aterrada. Nada, el cuarto estaba vacío. Y entonces, una mano surgió de debajo de la cama, la agarró por el pie y tiró arrastrándola hacia el suelo mientras ella gritaba desesperada. Cuando desapareció bajo el colchón se hizo el silencio. Un silencio de sepulcro roto solo por una frase lanzada con ira: – ¡Te dije que te mataría!

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