—Aquí solo hay ropa.

Entonces, cierra la puerta...

Y yo despierto.

Me siento aturdida. El pulso me late con fuerza detrás de las orejas y la desorientación me impide moverme de mi lugar durante unos segundos. Ni siquiera la revolución de voces que se lleva a cabo en mi cabeza es capaz de detener la sensación inquietante que el sueño me ha dejado.

Aprieto la mandíbula y parpadeo un par de veces mientras recupero la capacidad de pensar con claridad.

Fue un sueño. Me digo una y otra vez, pero sé que no es verdad. No del todo.

Fue una pesadilla, ; pero también es un recuerdo. Uno que me tortura todavía y que no puedo olvidar por mucho tiempo que pase.

Cierro los ojos, me llevo una mano al colgante de plata en forma de estrella de seis picos que siempre cargo conmigo, y tomo una inspiración profunda. Entonces, me siento de golpe.

Dejo el colgante, tomo el teléfono que descansa en el buró junto a mi cama y miro la hora. Hago una mueca cuando me percato de que faltan cinco minutos para que la alarma suene y decido que es momento de levantarme.

Metódicamente, me visto con lo más cómodo que encuentro y me amarro el cabello en un moño despeinado luego de que lo cepillo con descuido.

Me miro al espejo luego de que me lavo la cara en el diminuto baño que conecta mi alcoba con la del abuelo Taddeus —un hombre que luce como si se hubiese momificado en vida y que es incapaz de comunicarse con el exterior desde hace años debido a su edad. Uno que luce inofensivo, pero que tiene fama de haber sido un reverendo hijo de puta. En todos los aspectos, buenos y malos, que esa declaración implica.

Ojos castaños e insípidos me miran de regreso y bolsas oscuras los acentúan. Me mojo los labios con la lengua y suspiro sin apartar la mirada de mi propia imagen.

Mechones de cabello pelirrojo se sueltan del moño que me he improvisado y manchas oscuras motean mi rostro pálido y mortecino.

La cantaleta incesante en mi cerebro me hace apretar la mandíbula porque el día de hoy parece más demandante de lo común y tomo una inspiración profunda.

—Puedes hacer esto un día más. —Me aliento, pero no sueno convencida. De cualquier modo, luego de lavarme los dientes, me obligo a apartarme del espejo y avanzo por la estancia hasta el armario para tomar mis zapatillas deportivas. Cuando me las calzo, sentada sobre el colchón, miro hacia el escritorio que tengo a los pies de la cama.

Dudo, pero termino levantándome.

El Tarot está justo donde lo dejé ayer, así que lo tomo sin pensarlo demasiado antes de barajarlo con cuidado.

Sé que esta no es la manera correcta de usarlo, pero no me detengo. Al contrario, cierro los ojos y me concentro. En el proceso, le pido a los susurros de mi mente que me ayuden. Entonces, dejo el maso sobre el escritorio. Justo en el centro.

—Dime algo para hoy musito y, luego, tomo una carta.

Arqueo una ceja cuando la veo.

El Diablo.

Bajos instintos. Ego. Brujería...

Me muerdo el interior de la mejilla por lo ambiguo del mensaje y, pese a que quiero tomar otra carta, vacilo un poco. En mi cabeza, las voces comienzan a susurrar con más insistencia; como si concordaran con el mensaje que trata de darme el mazo.

—No te entiendo. Dime un poco más —murmuro, y tomo otra.

La Muerte.

Me congelo un segundo y, por un instante, no soy capaz de escuchar a las voces de mi cabeza. Se han quedado silenciosas. Pasmadas ante lo que ven.

Guardián ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora