19. capítulo

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El día 10 de septiembre de 1999 tenía dos problemas. Uno, que estaba muerta y la otra, y la peor, que llevaba un vestido horripilante y todo el mundo me lo veía.

Mi cuerpo yacía sin vida en el caro ataúd que mi tía por parte de madre había comprado. Mi horrible vestido, por otra parte, era de un color pistacho vomitivo, que hacía a juego con el color esmeralda de mis ojos, una pena que estuviesen cerrados. Era de manga larga y cuello alto, y en las extremidades se podía ver una especie de encaje, para parecer aún más ridícula. Mis rizos rojizos, que cuando estaba viva siempre estaba despeinado y alborotado, ahora estaba estúpidamente peinado y detrás de las orejas.

No tenía amigos, cosa que no me importaba, y, los pocos familiares que tenía, les caía mal, pero aún así, la sala estaba repleta de cretinos y de hipócritas.

Una antigua compañera de clase se acercó a lo que iba a ser mi nuevo hogar por el resto de la eternidad, llorando. Obviamente, sus lágrimas eran falsas, al igual que el bolso que llevaba. Esa compañera, del año 1997, me había molestado durante todo el curso. Podían ser cosas simples, como tocarme el pelo e intentar arrancarlo, o, peores, como haciéndome notar en las clases para hablar delante de todos.

<<Qué cabrona>> pensé, cabreada.

La siguiente persona que se acercó fue el primer amor platónico que tuve, y gracias a quien sea por darme cuenta de que era un cabeza hueca. Era el típico niño que se hacía el encantador delante de las madres, para que lo idolatrasen, pero, cuando nadie lo veía, o, eran personas cercanas a su edad, era igual que la otra compañera. La pelusilla de los veinte se notaba en la zona del bigote, cosa que me hizo reír, aunque no podía, ya que el corazón había dejado de latir días antes, en un increíble simple accidente.

Estaba conduciendo, la música tenía el mayor volumen posible ya que había conseguido por fin encontrar una buena canción, cuando, de repente, un coche, loco de remate, me envistió por la derecha y me tiró por un barranco. Por una vez en mi corta vida, no había sido culpa mía. Tenía veinte años, recién cumplidos. Nadie me echó de menos por unas cinco horas, hasta que una abuela mía paterna me llamó, al salir incomunicado, pensó <<eso es raro>>, yo nunca salía sí, siempre cortaba después del primer pitido. Mi abuela llamó a mi tía, mi tía, sin ninguna gana, llamó a mi padre, ya que mi madre estaba en la misma situación que yo, muerta. Borracho perdido, contestó, explícitamente contestó que no le importaba un comino su hija, ella ya era mayorcita. Así que no hizo nada, ni siquiera se preocupó en venir aquí, a mi funeral.

Estaba muerta, de eso ya os habéis fijado, era imposible que tuviese algún ápice de sentimientos o dolor o sufrimiento, pero los fantasmas como yo, si tenían, y muchos. 

-La falsa Artemisa

Relatos de una persona incandescenteWhere stories live. Discover now