Fiesta en la taberna

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—¿Has disfrutado del paseo y de la charla con tu amiga?

Las estrellas brillaban en el cielo. Edward y Ulf desensillaban los caballos antes de retirarse a descansar, luego del largo día.

—Ulf, si no te conociera, diría que estás celoso. ¿Qué es lo que le ves a Clara? ¿No nos ayudó acaso?

—Más bien, me asustó lo mucho que sabe de los bosques. Demasiado, en realidad, para alguien que no creció en ellos.

—Lo importante es que está dispuesta a echarnos una mano. Entiendo que desconfíes de ella, pero confía en mí: hoy me he convencido de que aborrece con toda el alma a los malvados.

Suspiró Ulf, observando a su amigo. El gran guerrero —pues estaba notablemente más alto que cuando salió de Uterra— estaba concentrado en aflojar las cinchas de Diamante, y le había contestado sin mirarle. Algo le molestaba, de otro modo su réplica hubiese sido, como siempre, de frente, fijando sus ojos decididos en el rostro de su interlocutor.

—Sabes que si me pides confiar en ti, Edward, no puedo hacer otra cosa: en tus manos pondría mi vida. Pero ahora confía un poco tú en este amigo que te ha seguido por medio mundo: algo te tiene preocupado. Veo que esta vez no te sonrojas, por lo que no deben ser cuitas de amor.

El caballero quitó la montura de Diamante y la puso a un lado, para luego proceder a retirar el freno al buen animal. Dando unas palmadas cariñosas a su cuello, lo condujo hacia la pesebrera. Solo entonces se volvió hacia su amigo:

—Ulf... no sé cómo decir esto. Pero, luego de lo que hemos visto aquí, ¿qué piensas del Imperio? Hace un tiempo me comentaste que te parecía que Dáladon abandonó esta zona en manos de maleantes. ¿Y si los maleantes no fueran los bandoleros solamente, sino que también los señores?

—¿Qué quieres decir? Ya hemos hablado de esto. Sabes mi opinión, menos soñadora que la tuya: no todos los nobles son como tu padre, ni la paz es tampoco una realidad en todo el Imperio, como debiera. Tú mismo me recordaste una vez que en los límites la vida es dura pero que, pese a todo, allí donde hubiera alguien dispuesto a luchar por la justicia, allí estaba el águila tricéfala. ¿No estás tú aquí por eso? ¿Qué es lo que te sorprende?

—No es lo que hacen los que se olvidaron de su lealtad al emperador y los reyes lo que me preocupa, sino lo que no hacen los que se suponen son fieles.

—Edward, yo no soy un pensador. Y a ti te preocupa algo concreto, no una vaguedad como esa. Dime de una vez: ¿qué ocurre?

–Bien: lo formularé así, pero no te gustará. Clara me ha dicho que sospecha que detrás de Alcico está Quinto.

—¿Clara te ha dicho...? ¿Que sospecha...?

—Ya ves, no debí decirlo así, pues no confías en lo que ella pueda decir... Y no, no sospecha. En realidad, está convencida. Está muy segura de la maldad de Quinto, por alguna razón que no pudo decirme.

—Edward ¿no fuiste acaso tú mismo el que me explicó que el regente de Namisia compite con el corregidor de Urbia para ser señor de la ciudad? ¿Y no me comentaste que las victorias de Casiano sobre Alcico podrían valerle también el triunfo sobre su rival? ¿Y que en cambio, que si los bandoleros se imponen, que tanto el barón como su protegido quedarán en desventaja en la zona, frente a los hermanos Marcus y Quinto?

—Sí, así es...

—¿Y no lo ves? Es raro que yo lo diga, pero tu amiga tiene un punto. Quizá el regente no está en la raíz de todo esto, pero, si resulta ser un político hábil, ahora debiera estar estrechando lazos con los hombres del bosque para asegurarse de que su rebelión se imponga, al menos el tiempo suficiente. Si no la provocó, al menos se beneficiará de ella.

Edward o El Caballero VerdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora