La insurrección

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Edward no sabía muy bien cómo interpretar lo que le ocurría con Clara. Apenas la conocía, y su imagen estaba simplemente clavada en su alma. Sabía, además, que la suya era una idea muy distinta a la que tenía el resto del pueblo. Y en especial Ulf, cuyo recelo crecía de día en día. En otra situación, hubiese sido lógico que el joven guerrero expansionara su sentir con el amigo, pero precisamente esa hostilidad que entreveía en él le refrenaba. Había, además, otro escollo que impedía que él mismo se consintiera pensamientos de ninguna clase. Si alguna vez dejaba que su imaginación divagara demasiado en el futuro, y compusiera historias de galante cortesía como en las baladas, no solo le contradecía el convencimiento de que la ruda mujer no se avenía con ese esquema, sino también que esa rudeza les separaba: el porte y la estampa de lord George se presentaban ante su memoria, con gesto grave, para recordarle su condición de noble y miembro de una estirpe heroica, que mal podría, sin deshonra para su casa, vincularse a una desconocida.

Comprendía bien esto. Su padre le hubiese aconsejado apagar esos fuegos que comenzaban a avivarse en el corazón. También él lo hubiera así recomendado a Ethan, por ejemplo, si hubiese sido el caso. Y, sin embargo, qué doloroso se le hacía de solo pensarlo. En lo íntimo de su ser, no podía permitirse reconocer lo que le ocurría.

Obviamente, el secreto tormento de su amigo no pasó desapercibido a Ulf. La sagacidad del músico no hubiera podido dejar de notar, además, la causa de ese pesar. Y esperando a que el caballero le compartiera la pena, se dio cuenta adolorido que este le rehuía: jamás se habían dejado de contar estas cosas, hasta ahora.

Pero para el capitán de los jinetes que protegían Odesia otras preocupaciones vinieron a tomar el lugar de estas cuitas. Una serie de ataques coordinados a las faenas madereras, al interior de los bosques, hubieron de lamentarse con pérdida de vidas y de trabajo. El miedo cundió en las aldeas, que vivía de la tala que de pronto se volvió empresa peligrosa. En Odesia, a todos les pareció que se trataba de una represalia. Los hombres del bosque, de hecho, lograron hacer llegar la noticia de que estaban dispuestos a vengar la muerte de uno de sus jefes en el último asalto al pueblo. Cuando la nueva, en boca de uno de los trabajadores que había escapado a la emboscada, se escuchó en la taberna, las miradas se clavaron sobre Clara. Edward se encontraba allí, a pesar de que había estado evitando el encuentro con la joven, precisamente para escuchar de primera mano los detalles del ataque. Y no fue capaz de sufrir que esas personas descargaran su enojo sobre la mujer, que no había hecho otra cosa que defenderles en el momento de más peligro.

Levantó entonces su voz, como lo hizo en su día el tabernero, y refrenó las protestas airadas de los aldeanos: Odesia no necesitaba sus miedos, y sí, en cambio, el coraje de Clara para plantarse frente al agresor en defensa de los más débiles, como los niños. Los bandoleros amenazaban, era cierto, pero no puede esperarse menos si uno se opone a sus funestas pillerías. Dos opciones tiene la aldea: o bien plegarse a la tiranía de los hombres del bosque, o bien hacerles frente con entereza, aunque significara sacrificio. Aquí tenían su espada, su lanza y su escudo: los rufianes no osaban entrar al pueblo a causa de los diestros jinetes del caballero de Uterra. Y en adelante, tampoco se atreverían a atacar sus faenas, pues en ellas se toparán con su acero.

El anuncio de la protección de los trabajadores al interior del bosque fue acogido con entusiasmo. Sin embargo, se transformó en una nueva preocupación para sir Edward, que debía así dividir sus fuerzas y repartirlas entre la espesura y la misma aldea. Si tan solo conociera el número de sus enemigos... pero ni eso sabía. ¿Y cómo, entonces, decidir cuántos hombres destinar a cada puesto?

Los ataques continuaron, y hubo ocasión de blandir las armas. Esto alegró a los soldados de Edward, que llevaban un tiempo de cansina inactividad. Los bandoleros comprobaron que no estaban listos para los jinetes, y las primeras victorias dieron seguridad a los habitantes y tranquilidad a las faenas. Pero no era ese el estado de la región. Al caballero de Uterra tocaba coordinar las milicias desplegadas por el corregidor, que protegían diversos villorrios del interior, usando Odesia como centro de operaciones: y pronto se recibieron noticias de ataques mayores a diversas villas, e incluso del levantamiento en armas de algunas de ellas, tomadas por los hombres de Alcico, que llevaba así a otro nivel su lucha en el sur. Al mismo tiempo, el hostigamiento en torno a Odesia creció, aumentando el número de los atacantes: Edward no podía garantizar la seguridad de todos, y hubieron de reducirse los trabajos y abandonarse algunos puestos tradicionales de tala, que cayeron bajo el control de los bandidos. La situación general era mala, según daba cuenta un mensaje de Casiano, que advertía al caballero de que no disponían de más hombres para hacer frente al peligro. Lo de Alcico había dejado de ser mera pillería, y parecía ya, en toda regla, insurrección.

Edward o El Caballero VerdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora